La caída de Judá
Cual antes lo hiciera el reino del norte de Israel, el reino de Judá se rehúsa a escuchar las persistentes advertencias de los profetas. Tras sufrir repetidos ataques, la mayoría de la población es llevada cautiva y exiliada a Babilonia.
En el período cuando el rey asirio Salmanasar exilió las tribus del norte de Israel gobernadas por Oseas, un rey muy diferente ascendió al poder en el reino del sur de Judá.
A la edad de 25 años, Ezequías asumió el trono de su padre Acaz y rigió como un rey temeroso de Dios durante 29 años. A comienzos de su reinado, limpió el templo, restableció allí el servicio de adoración, y quitó de la tierra los lugares altos de adoración pagana y los ídolos cananeos (2 Reyes 18:1–5; 2 Crónicas 29:1–36). También restableció la celebración colectiva de la pascua en Jerusalén, invitando a los israelitas del norte que quedaron tras la captura asiria de Samaria (2 Crónicas 30:1–27).
Ezequías fue también un sabio defensor militar. Como recordatorio de su destreza estratégica permanece hasta hoy un túnel tallado en la roca para traer agua de manantial al interior de los muros de Jerusalén durante la invasión asiria bajo el mando de Senaquerib (2 Crónicas 32:30; 2 Reyes 18:13). Para aplacar al invasor, Ezequías pagó el tributo exigido en plata y oro tomados de su casa y del templo. Entonces, Senaquerib envió emisarios y un gran ejército a Jerusalén para persuadir a los hombres de Ezequías a rendirse. Intentando dividir sus lealtades, los emisarios les dijeron que no debían apoyarse ni en Egipto ni en Dios para ayudarse. Ezequías quedó devastado ante la idea del ataque en ciernes y buscó ayuda del profeta Isaías (2 Reyes 19:1–5). Isaías le explicó que los asirios serían afectados por un rumor y disturbios en su campamento y pronto se apresurarían a regresar a sus hogares.
A todo esto, un rey etíope, Tirhaca, apareció en la escena y se preparó para atacar a los asirios, quienes, ahora bajo presión, intentaron de nuevo que los judíos se rindieran. Ezequías buscó la ayuda de Dios y, con apoyo adicional por parte de Isaías, pudo evitar lidiar con Senaquerib. Tal como se había predicho, abrumado por la preocupación, el asirio juntamente con sus hombres volvió rápidamente a Nínive, donde fue asesinado por dos de sus hijos, sucediéndole en el trono un tercer hijo llamado Esarhadón. (versículos 8–37; 2 Crónicas 32:20–22; Isaías 37:21–38).
Cuando llevaba catorce años en su reinado, Ezequías cayó enfermo de muerte a causa de una infección. Isaías vino a él con el sorprendente mensaje de que debía poner su casa en orden y prepararse para morir. La piadosa súplica a Dios por parte del rey resultó en una prórroga; Dios le ordenó a Isaías volver y decirle al rey que viviría 15 años más y que los asirios no lo molestarían (2 Reyes 20:1–6; 2 Crónicas 32:24–26).
Cuando el rey babilónico Merodac-baladán le envió emisarios con mensajes de buena voluntad, Dios probó a Ezequías, permitiéndole responder como considerara apropiado. Agradecido por el gesto, el rey insensatamente mostró a los visitantes el contenido de sus tesoros. Como resultado, Isaías vino con la advertencia de que la riqueza de Judá sería saqueada por futuros babilonios. Y no solo eso, sino que algunos de los hijos de Ezequías se convertirían en eunucos, siervos de futuros reyes babilónicos (véase Daniel 1:11, 18). Entonces, por demás humana respuesta de Ezequías fue expresar gratitud porque al menos habría paz en sus días (2 Reyes 20:12–19).
Durante su reinado, Dios también envió mensajes por medio de otro profeta. Como sus predecesores, Miqueas advirtió de la próxima caída de Judá: «Sion será arada como campo, y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas, y el monte de la casa como cumbres de bosques» (Miqueas 3:12).
El péndulo oscila
Cuando Ezequías murió, le sucedió en el trono su hijo Manasés, de 12 años de edad, quien resultó ser uno de los más perversos que jamás hayan gobernado en Judá. Durante un período de 55 años, provocó mucho daño espiritual, derramando sangre inocente y revirtiendo muchas de las reformas religiosas de su padre. Sumió de nuevo a Judá en la idolatría, restableció los lugares altos y practicó la brujería y la hechicería, profanando incluso el templo de Jerusalén (2 Reyes 21:1–9; 2 Crónicas 33:1–9).
Como resultado, Dios dejó en claro que una catástrofe final, tal como la que había cobrado las vidas del pueblo del norte, aguardaba a las tribus restantes de Israel: «Y extenderé sobre Israel el cordel de Samaria y la plomada de la casa de Acab; y limpiaré a Jerusalén como se limpia un plato, que se friega y se vuelve boca abajo. Y desampararé el resto de mi heredad, y lo entregaré en manos de sus enemigos; y serán para presa y despojo de todos sus adversarios» (2 Reyes 21:13–14).
Sin embargo, el fin no llegó de inmediato. Capturado por los asirios, Manasés fue llevado a Babilonia donde, escarmentado, se arrepintió. En consecuencia, Dios lo trajo de nuevo a Jerusalén. Durante el resto de su reinado, él revirtió muchas de sus prácticas idólatras, pero permitió a la gente usar los lugares altos para adorar a Dios (2 Crónicas 33:10–17).
«Las obras de Manasés vivieron después de él. Su arrepentimiento no pudo eliminar el daño que habían hecho a la nación. Siguieron obrando tras su deceso, propagando y multiplicando su influencia, hasta que la nación fue destruida».
Su hijo Amón le sucedió en el trono a los 22 años de edad, pero no prosiguió las reformas de su padre. Su muerte en manos de sus siervos, tras apenas dos años de reinado, hizo ascender al trono a su hijo Josías, de solo 8 años de edad, el último verdaderamente recto rey de Judá.
Durante sus 31 años de reinado, Josías demostró ser una considerable fuerza para el bien. A sus 16 años «comenzó a buscar al Dios de David su padre », continuando a los 20 años de edad la limpieza de la idolatría de Jerusalén y Judá (34:3). Seis años más tarde, organizó la reparación del templo y fue profundamente conmovido ante el descubrimiento allí del libro de la ley y el reconocimiento de que la nación era culpable del rompimiento del pacto con Dios y de flagrante desobediencia.
Cuando los sacerdotes consultaron en su nombre a la profetisa Hulda, ella entregó el siguiente mensaje de Dios: «He aquí yo traigo sobre este lugar, y sobre los que en el moran, todo el mal de que habla este libro que ha leído el rey de Judá; por cuanto me dejaron a mí, y quemaron incienso a dioses ajenos, provocándome a ira con toda la obra de sus manos; mi ira se ha encendido contra este lugar y no se apagará» (2 Reyes 22:16–17; véase también Levítico 26:31–32).
La palabra de Dios específicamente para Josías fue que, dado que él había servido a Dios fielmente, el fin de la nación no ocurriría en su tiempo (2 Reyes 22:18–20). No obstante, el reconocimiento por parte de Josías de que las maldiciones caerían sobre Judá, a menos que ellos se adhirieran a la ley, lo indujo a hacer un pacto con Dios. Libró de idolatría la tierra. Su reforma fue concienzuda por cuanto quitó el sacerdocio corrupto, prohibió los ritos sexuales dentro del templo y el sacrificio de niños, y profanó las estructuras de reyes idólatras previos desde la época de Salomón, entre ellas: imágenes paganas, lugares altos y sitios de adoración por todo Israel, norte y sur. Una de sus acciones cumplió una profecía dada trescientos años antes: él destruyó un altar y una imagen en Bet-el, erigidos por Jeroboam I, el acto inicial del alejamiento de Dios por parte del norte de Israel.
La proclamación que Josías hizo de la observancia renovada de la Pascua en Jerusalén, reunió a «todo Judá e Israel, los que se hallaron allí» (2 Crónicas 35:18). Según se registra: «No había sido hecha tal pascua desde los tiempos en que los jueces gobernaban Israel, ni en todos los tiempos de los reyes de Israel y de los reyes de Judá» (2 Reyes 23:22).
Con todo, a pesar de las reformas de Josías, los pecados del pasado —especialmente los de Manasés— habían causado que Dios determinara un final para todo Israel en la tierra: «Y dijo Jehová: También quitaré de mi presencia a Judá, como quité a Israel, y desecharé a esta ciudad que había escogido, a Jerusalén, y a la casa de la cual había yo dicho: Mi nombre estará allí» (versículo 27).
Como Dios había prometido, Josías no vivió para ver el cautiverio de su pueblo. Cuando los acontecimientos geopolíticos de la región trajeron al faraón Necao a esas tierras, en ruta al Éufrates para ayudar a los asirios contra los babilonios, Josías desafió a los egipcios en Meguido, en el norte de Israel, y fue mortalmente herido (versículos 28–30; 2 Crónicas 35:20–24).
Advertencia final
Enterrado Josías en Jerusalén, le sucedió en el trono por tres meses su hijo Joacaz; pero este fue capturado y encarcelado por Necao, y a su vez sustituido —por preferencia del faraón— por Eliaquim, hijo de Josías, de 25 años de edad, a quien le cambió el nombre por el de Joacim. Reinando durante los once años siguientes, Joacim no fue obediente a la ley de Dios como lo había sido su padre.
A principios del reinado de Joacim, el profeta Jeremías vino a decirle que el arrepentimiento traería la cancelación de la inminente calamidad; en caso contrario, Dios haría del templo una desolación y pondría a Jerusalén «por maldición a todas las naciones de la tierra» (Jeremías 26:1–6). Otro profeta, Urías, confirmó las palabras de Jeremías, solo para ser condenado a muerte por Joacim (versículos 20–24).
La negativa a escuchar por parte de Judá provocó el primer ataque babilónico de Nabucodonosor en 605/604 a.C., cuando él hizo del rey Joacim su vasallo por tres años y trasladó a parte de la aristocracia de Judá a su capital (véase Daniel 1:1–4). Como entonces Joacim se rebeló, Dios usó a Nabucodonosor para enviar bandas de asaltantes caldeos, sirios, moabitas y amonitas de las tierras aledañas contra Judá. Esto ocurrió para que se cumpliese la palabra de los profetas (2 Reyes 24:1–4; véase también Jeremías 35:11).
Jeremías también profetizó la no lamentada muerte de Joacim: «Por tanto, así ha dicho Jehová acerca de Joacim hijo de Josías, rey de Judá: No lo llorarán diciendo: ¡Ay, hermano mío! y ¡Ay, hermana! Ni lo lamentarán, diciendo: ¡Ay, Señor! ¡Ay, su grandeza! En sepultura de asno será enterrado, arrastrándole y echándole fuera de las puertas de Jerusalén» (Jeremías 22:18–19). El rey probablemente murió durante el sitio de Jerusalén en 597 a.C. y le sucedió su hijo.
Por entonces, Joaquín tenía 18 años de edad, y reinó apenas tres meses antes de ser tomado cautivo y trasladado a Babilonia, juntamente con miles de otros entre familiares, miembros de la aristocracia, guerreros y artesanos. Jerusalén fue saqueada, como también sus tesoros y los artículos de oro del templo de Salomón (2 Reyes 24:10–16). Los invasores instalaron en el trono a Matanías, tío del rey, de 21 años de edad, a quien le pusieron por nombre Sedequías, y él reinó durante otros once años.
«Las casas y el palacio del rey fueron destruidos, las defensas de la ciudad fueron demolidas, pero tal vez la pérdida más devastadora fue el templo. Para el pueblo, el templo simbolizaba la presencia de Dios».
Tal como su predecesor, él fue indiferente a las palabras de Jeremías (2 Crónicas 36:12). Su rebelión contra Babilonia y la actitud recalcitrante de sus habitantes causaron la destrucción final de Jerusalén (2 Reyes 24:19–20; 2 Crónicas 36:13–21). En 587 los babilonios volvieron para sitiar la ciudad por 18 meses, causando una grave hambruna. Sedequías huyó de la ciudad, pero fue capturado y juzgado. Forzado a presenciar la ejecución de sus hijos, fue luego cegado y llevado a Babilonia encadenado. Gran parte de Jerusalén —incluso el templo y la casa del rey— fue destruida por fuego, y los muros de la ciudad, demolidos. La mayoría de los jerosolimitanos; entre ellos, el sacerdote principal, su asistente y tres porteros del templo, oficiales del ejército y un reclutador militar, cinco de los asociados del rey, algunas personas de las zonas rurales y varios desertores judíos, fueron tomados cautivos y muertos camino a Babilonia (2 Reyes 25:1–21).
Los babilonios solo dejaron con vida a unos pocos pobres de las zonas rurales, para que cultivaran la tierra. Estos quedaron bajo la supervisión de Gedalías, a quien Nabucodonosor había nombrado gobernador. También habían quedado algunos capitanes y sus ejércitos, a los que Gedalías les recomendó cooperar con sus superiores babilonios. Con todo, uno de ellos asesinó a Gedalías, lo cual causó que todos los demás huyeran a Egipto por razones de seguridad (versículos 22–26).
En contraste con la suerte de Oseas, el último rey de Israel que al parecer murió en la cárcel asiria en la que se lo había encerrado, un sucesor de Nabucodonosor liberó a Joaquín de la prisión casi cuatro décadas después de su cautividad y le permitió comer a la mesa del rey por el resto de su vida (versículos 27–30).
Tres profetas mayores —Isaías, Jeremías y Ezequiel— habían participado en advertir a Judá de su caída y cautiverio. La próxima vez, consideraremos la labor de Isaías.