Una casa dividida

A medida que David envejece, las maquinaciones y luchas internas de sus descendientes continúan. A su muerte, su hijo Salomón asciende al trono del antiguo Israel. Su reinado es pacífico, sin embargo, sucumbe ante su propia serie de debilidades… con resultados trascendentales.

Los dos más famosos reyes de Israel fueron padre e hijo. Cada uno de ellos reinó por cuarenta años. Uno fue un guerrero; el otro, un hombre de paz. Ambos recibieron el favor y la reprensión de Dios. Uno fue capaz de un cambio transformativo positivo; el otro, voluntariamente fue a dar a su propia destrucción.

Las relaciones de David con varios de sus hijos fueron a veces tumultuosas y permisivas, a veces desesperadas y a veces llenas de confianza…

David en retirada

Para cuando la insurrección contra su padre, Absalón ya había matado a Amnón —su hermano mayor y aparente sucesor de David— y, pasado un tiempo, había sido aceptado nuevamente en el círculo de David. Ahora, su ambición de convertirse en rey se extendía hacia el propio David. Con más y más apoyo popular a su rebelión, entró en Jerusalén, por lo cual el rey huyó con un pequeño séquito por el Monte de los Olivos hacia el desierto de Judea (2 Samuel 15:12–14, 23b, 30). En el camino, David dio instrucciones al sacerdote Sadoc y a sus hijos de volver a la ciudad con el arca del pacto, pidiéndole que le informara de lo que sucediera en Jerusalén.

Mientras David continuaba su viaje, alguien le dijo que su consejero, Ahitofel (abuelo de Betsabé) se había unido a la conspiración de Absalón.

«Absalón exhibió suma sagacidad social y política en sus interacciones con los ciudadanos de Israel».

Robert D. Bergen, The New American Commentary, Volume 7: 1, 2 Samuel

El rey decidió enviar a uno de sus hombres, Husai, a ofrecerle sus servicios a Absalón, a fin de hacer nulo el consejo de Ahitofel y pasar información a Sadoc sigilosamente (versículos 32–36).

El viaje de David a Jerusalén no fue sin más contratiempos. A lo largo del camino recibió tanto información como insultos: a través de uno de los siervos de Mefi-boset, nieto de Saúl, se enteró de que el joven se había unido a Absalón en la esperanza de recuperar el reino de Israel para la casa de Saúl. David recompensó al siervo informante como correspondía (16:1–4). Con todo, no fue bueno enterarse de tamaña ingratitud. ¿No había hecho él lo más y lo mejor que había podido para honrar a Saúl y a su casa, a pesar de la enemistad entre ellos? Luego, para agravar su dolor, aparecería otro hombre de la casa de Saúl. Simei vino arrojando piedras e insultos, acusando a David de actuar con sed de sangre en sus relaciones con Saúl y su familia. Abisai, sobrino de David, se ofreció a ejecutar ahí mismo al hombre que así hablaba, pero la respuesta del rey fue permitir la blasfemia, por considerar probable que Dios lo hubiera enviado para humillar al rey (versículos 5–13).

Absalón derrotado

Llegaba ahora el momento de que Husai frustrara el consejo de Ahitofel, cuya recomendación Absalón había procurado en relación con sus próxima estrategia. Ahitofel sugirió perseguir a David, aprovechando su posición debilitada, matarlo, y traer de vuelta a sus seguidores para que se unieran al nuevo orden de Absalón. Al solicitar a Husai su evaluación del plan, Absalón oyó una opinión contraria. El agente de David le dijo que convocara a todo Israel a unirse contra David y sus hombres. Esta sería la manera de asegurarse el triunfo al luchar contra los célebres guerreros de David (17:1–13). A Absalón le gustó la idea, pero el efecto en Ahitofel fue nefasto. Regresó a su casa tan humillado que se mató: «Porque Jehová había ordenado que el acertado consejo de Ahitofel se frustrara, para que Jehová hiciese venir el mal sobre Absalón». Mientras tanto, Husai —a través de Sadoc y Abiatar— le informó a David sobre lo que se planeaba, a fin de que él pudiera cruzar el Jordán (versículos 14–23).

En persecución de David, Absalón también cruzó el Jordán, librándose luego la batalla en el bosque de Efraín. Aquí, su larga cabellera se le enredó en las ramas de un árbol. Joab y sus hombres procuraron que Absalón muriera y fuera enterrado ese día. El rey había instruido a sus hombres tocante a perdonarle la vida a Absalón, pero ahora tendrían que explicarle un resultado muy diferente. El pesar de David por la muerte de su hijo fue considerable, al punto de parecer desproporcionado ante los ojos de algunos que sentían que su éxito al derrotar la rebelión de Absalón no era apreciado (18:5–19:8).

«Entonces Joab vino al rey en la casa, y dijo: “Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos, que hoy han librado tu vida. . . amando a los que te aborrecen y aborreciendo a los que te aman”».

2 Samuel 19:5–6

Algunos entre las tribus del norte tenían un asunto pendiente. Querían que se los tratase con deferencia por su apoyo y se volvieron hostiles a Judá (19:40–43). Joab enseguida asumió la tarea de derrotar a otro grupo de enemigos israelitas del norte bajo el mando de Seba, un hombre de Benjamín, la tribu de Saúl. Con el sur todavía a favor del rey, Joab logró la paz después de que Seba fue ejecutado por su propia gente (20:1–22).

En un comentario al margen del relato completo, nos enteramos de que David volvió a Jerusalén y, significativamente, recluyó a sus diez concubinas, proveyéndoles lo necesario pero marcando un cambio que duró por el resto de su vida (versículo 3).

Un patrón de conclusiones

Los capítulos finales del Segundo libro de Samuel son una especie de coda al reinado de David. Aparentemente, no siguen un orden cronológico, sino más bien un patrón organizativo: un problema nacional resuelto por David (capítulo 21), una lista (21), un poema (22), un poema (23), una lista (23), un problema nacional resuelto por David (24).

La primera crisis se refiere a tres años de hambre. Con respecto a su causa, David le pidió una explicación a Dios, por lo cual se le dijo que tenía que ver con la muerte de ciertos heveos asesinados por Saúl, los cuales habían estado viviendo en Gabaón, territorio benjamita, por un acuerdo previo (véase Josué 9:15). El rompimiento —por parte de Saúl— del pacto concertado con los no israelitas era el motivo del hambre en la tierra. Para resolver el problema, David se acercó a los gabaonitas y les preguntó qué podía hacer para recompensarlos. La respuesta de ellos no fue un pedido de dinero ni el enjuiciamiento de alguien por parte de Israel, porque no tenían derecho a eso. Es posible que al abordar el asunto de este modo esperaban que David les entregara voluntariamente a algunos de los miembros de la casa de Saúl. Al final, solo optaron por pedir que se les entregara para su ejecución a siete descendientes del rey anterior. David estuvo de acuerdo, pero salvó a Mefi-boset, nieto de Saúl, hijo de Jonatán (cuyos descendientes él había prometido proteger).

La madre de dos de los ejecutados se sentó y vigiló los cuerpos durante los meses de verano; evidentemente, los gabaonitas no permitirían su entierro. Cuando David se enteró de lo que ella había hecho, quiso poner fin a este asunto, por lo cual recuperó los restos de Saúl y Jonatán juntamente con los de los siete recientemente fallecidos y los enterró en el territorio de la familia de ellos. Con esto se puso fin al hambre (2 Samuel 21:1–14).

Al ir envejeciendo, David ya no pudo luchar en el campo de batalla. Un ataque de los filisteos durante sus últimos años lo puso en peligro ante la amenaza de los gigantes de Gat, la casa de Goliat, a quien David había matado en su juventud. Dada su creciente debilidad, los hombres de David le aconsejaron permanecer en Jerusalén y preservar su vida y su gobierno: «Nunca más de aquí en adelante saldrás con nosotros a la batalla, no sea que apagues la lámpara de Israel». Este es el contexto en el que se nos cuentan las victorias contra otros gigantes filisteos, uno de los cuales es identificado como hermano de Goliat (versículos 15–22; 1 Crónicas 20:5).

Dentro del patrón organizativo de los capítulos finales, en dos piezas poéticas (capítulos 22 y 23:1–7) leemos sobre el agradecimiento de David a Dios por la participación divina en su vida, en lo que se nos dice que fueron sus últimas palabras. Es posible que estas fueran sus últimas expresiones poéticas, dado que hablaría nuevamente justo antes de su muerte (según se registra en las primeras páginas del siguiente libro, el Primer libro de los reyes). Si percibimos que el capítulo 22 se parece a un salmo es porque se repite, con algunas variaciones, en el Salmo 18. Esta repetición plantea la interrogante de cuándo y quiénes escribieron varias secciones del libro de Salmos. El segundo poema no tiene forma de salmo, pero ciertamente es arcaizante y por consiguiente acorde con la manera de componer de David.

Salmos: autores y propósito

El libro de Salmos es extenso; contiene en total 150 canciones. Entre otros géneros abarca himnos, lamentaciones, cánticos reales, acciones de gracias, sabiduría y alabanzas festivas. Aunque a menudo se asocia a David («el dulce cantor de Israel», 2 Samuel 23:1) con esta obra, no todos los salmos son davídicos. Los que sí lo son se pueden dividir en varias colecciones: Salmos 3–41 (excepto, tal vez, el 33); 51–70 (excepto, tal vez, los salmos 66 y 67); y 138–145. Hay una colección menor (108–110), como también varias independientes, que conforman un total de por lo menos 73.

Contiene también otras colecciones, incluso la mayoría de los salmos compuestos por Asaf, un músico y levita durante el reinado de David (73–83), y los atribuidos a «los hijos de Coré», también levitas y músicos del templo (42–49, 84–88, excepto el 86).

Los cánticos de ascenso (120–134) están agrupados según su contenido y función y probablemente se cantaban en días festivos. La colección del Halel egipcio (113–118) relacionada con la temporada de Pascua y el conjunto de salmos Halel (146–50) eran para la alabanza y la adoración en general.

El (los) editor(es) del libro de Salmos lo organizaron de la forma en que lo conocemos hoy: Libro 1: salmos 1-41, Libro 2: 42-72, Libro 3: 73-89, Libro 4: 90–106, Libro 5: 107–150. En sus títulos, muchos de los salmos mencionan por nombre a individuos. David se menciona más a menudo; también se mencionan Salomón (2), Moisés (1), Asaf (12), Etán (1), los hijos de Coré (11, incluido uno específicamente atribuido a Hemán). Alrededor de cincuenta salmos son anónimos.

En lo que respecta al Nuevo Testamento, el libro de Salmos es uno de los más citados. Jesús y el apóstol Pedro se refirieron específicamente a un salmo escrito por David. Jesús citó el versículo 1 del salmo 110: «Porque el mismo David dijo por el Espíritu Santo: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga tus enemigos por estrado de tus pies”» (Marcos 12:36). Y cuando Pedro se dirigió a la multitud en el día de Pentecostés (Hechos 2:34–35), señaló que David había dicho esas mismas palabras.

Luego sigue otra lista, esta vez de los guerreros de David y alguna de sus hazañas (23:8–39).

El elemento final del patrón de conclusiones describe la participación del rey en otra crisis nacional, esta vez en relación con un problemático censo de Israel y Judá (capítulo 24). El relato sobre el censo suscita algunas preguntas. El Segundo libro de Samuel registra que por su enojo para con Israel, Dios incitó a David a hacer el censo. Por qué fue así no resulta claro, aunque la narración sugiere que David vio el censo como una manera de determinar su propia fuerza en términos de cantidad de «hombres fuertes que sacaban espada» (versículo 9). En todo caso, esto produjo una crisis que David tenía que resolver, aunque solo mediante la admisión de su error. Sabiendo que no debería haber contado la gente con miras a depender de sí mismo y no de Dios en la guerra, David se sintió culpable.

«La pureza de la fe de David asumió una cualidad de elegancia que a menudo ha pasado desapercibida en tiempos modernos».

Samuel L. Terrien, The Elusive Presence: Toward a New Biblical Theology (1978)

A raíz de este acto, Dios le dio ahora a elegir entre tres tipos de castigo. Ninguna de las opciones era sin graves consecuencias para la nación: siete años de hambre, tres meses huyendo de sus enemigos o tres días de plaga en todo el país. Decidiéndose por la de menor duración y creyendo que era preferible caer en manos de Dios antes que en las de los hombres, David optó por la plaga. Tras la muerte de 70.000 hombres en todo el país y con Jerusalén en la mira, Dios detuvo la maldición y salvó la ciudad.

El segundo libro de Samuel concluye de una manera inusual. En el sitio donde el castigo se suspendió, David negoció la compra de la era de Arauna el jebuseo. Ese terreno se convertiría en parte de la zona donde habría de construirse el templo de Salomón. Así el acto final de David registrado en este libro provee la introducción al siguiente: el Primer libro de los reyes.

Los últimos días de David

Al acercarse el tiempo de su fallecimiento, asistió a David una joven llamada Abisag. Ella atendió sus necesidades durante ese tiempo, pero el registro bíblico deja en claro que él no tuvo relaciones íntimas con ella (1 Reyes 1:1–4).

Por entonces, su hijo Adonías se autodeclaró rey en una ceremonia a la que invitó a varios de los dirigentes de Israel, pero no a otros como su hermano Salomón, Betsabé, Sadoc, el profeta Natán ni el guerrero Benaía. Natán aconsejó a Betsabé ir a ver a David para asegurarse de que él no había autorizado a Adonías en cuanto a esto. Al informar al rey sobre lo sucedido, Betsabé y Natán confirmaron que David no había cambiado de parecer con respecto a hacer de Salomón su sucesor. Entonces, por orden suya, Natán y Sadoc ungieron a Salomón como rey sobre Israel y Judá, para gran regocijo del pueblo (versículos 5–40). Esto interrumpió el banquete en la celebración de Adonías, quien, tras oír lo que había pasado, temió por su vida. Ahora, suplicando misericordia, fue traído ante Salomón, quien decidió darle tiempo para demostrar su lealtad.

Al acercarse el fin de sus días, David llamó a Salomón y le instruyó sobre cómo debía tratar a ciertos hombres. Con respecto a su sobrino y líder militar Joab, que había matado a Abner y Amasa (comandantes de Israel), el rey señaló que había: «derramando en tiempo de paz la sangre de guerra», por lo cual ordenó: «no dejarás descender sus canas al Seol en paz» (2:5–6). De manera similar el rey se refirió a Simei, quien habiendo maldecido a David y luego expresado su pesar, debía ahora pagar con su muerte el precio de su deslealtad (versículos 8–9). Pero Salomón tenía que recompensar a los hijos de Barzilai, quien con su hospitalidad habían apoyado a David durante la rebelión de Absalón (versículo 7).

«Este extraordinario retrato de una vida humana avanzando al paso gradual del tiempo —que comenzara con un David joven, ágil, audaz y carismático—, lo muestra ahora en la debilidad extrema de la vejez, temblando en la cama bajo las cobijas».

Robert Alter, The David Story: A Translation with Commentary of 1 and 2 Samuel

La muerte de David se registra en un obituario breve y simple: «Y durmió David con sus padres, y fue sepultado en su ciudad. Los días que reinó David sobre Israel fueron cuarenta años; siete años reinó en Hebrón, y treinta y tres años reinó en Jerusalén» (versículos 10–11).

En los días que siguieron a la muerte del rey, Adonías pensó que se podría elevar por encima de Salomón al tomar por esposa a Abisag. Sin darle a conocer sus razones, le pidió a Betsabé que solicitara el acuerdo de su hijo al respecto. Pero Salomón se dio cuenta de que Adonías seguía insatisfecho por la pérdida del trono, y dispuso hacerlo ejecutar por Benaía. De manera similar, Salomón quitó del sacerdocio a Abiatar y pidió la ejecución de Joab. Ambos hombres habían apoyado la asunción del reinado de Adonías. Joab, quien huyera al tabernáculo y suplicara por misericordia, se rehusó a abandonar el santuario. Entonces fue muerto por orden de Salomón, conforme a las instrucciones de David en sus horas finales. Ahora, Sadoc reemplazó a Abiatar, y Benaía se convirtió en comandante del ejército. (versículos 13–35).

El trato con Simei tomó un rumbo diferente. Se le confinó a vivir en Jerusalén, acordando que en caso de salir de allí, moriría. Lamentablemente, tres años después él partió en busca de dos esclavos que se le habían escapado y, en consecuencia, fue ejecutado. «Dijo además el rey a Simei: «Tú sabes todo el mal, el cual tu corazón bien sabe, que cometiste contra mi padre David; Jehová, pues, ha hecho volver el mal sobre tu cabeza» (versículo 44).

Pedido de Salomón

A principios de su reinado, Salomón procuró alianzas políticas por medio del matrimonio. Tomó por esposa a la hija del faraón de Egipto, viviendo con ella en la ciudad de David hasta acabar la construcción de su propia casa.

Antes de completar la edificación del templo, Salomón fue a ofrecer sacrificios a Dios en Gabaón, y durante la noche tuvo una visión en la cual Dios lo instó a pedirle un don especial. A esto, Salomón respondió: «Da, pues, a tu siervo corazón entendido para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo; porque ¿quién podrá gobernar este tu pueblo tan grande?» (3:9). Como no había pedido egoístamente sino por el bien de sus súbditos, Dios le concedió «un corazón sabio y entendido, tanto —le dijo— que no ha habido antes de ti otro como tú, ni después de ti se levantará otro como tú» (versículo 12).

Pronto, esa sabiduría se puso a prueba al presentarse ante él dos prostitutas que se disputaban la tenencia de un bebé. Ambas habían dado a luz con pocos días de diferencia, pero uno de los bebés había muerto al acostarse su madre sobre él. La madre del bebé muerto había robado al bebé vivo y puesto en su lugar, junto a la otra madre, su propio hijo muerto. Pero la madre del bebé vivo se dio cuenta de que este no era su hijo, por lo cual ahora argüían al respecto delante del rey. Salomón ordenó entonces que se partiera en dos al niño vivo y se diera la mitad de él a cada una. Esto provocó que la verdadera madre pidiera que no se matara a la criatura, sino que se la dieran a la otra mujer. La madre del niño muerto, en cambio, estuvo de acuerdo en partirlo. Así Salomón supo quién era quién y entregó el niño a su verdadera madre. «Y todo Israel oyó aquel juicio que había dado el rey; y temieron al rey, porque vieron que había en él sabiduría de Dios para juzgar» (versículos 16–28).

Un gobernante sabio y pacífico

En la narración del Primer libro de los Reyes sigue una descripción de la administración de Salomón. El rey gobernó a través de un sistema de sacerdotes, ministros de gobierno, secretarios y un encargado de registros, supervisando así su casa, el ejército y la fuerza laboral (4:1–6). Además, nombró a doce gobernadores territoriales sobre Israel, encargados de proveer de alimentos a la casa real, por turno, en rotación mensual. Su reino abarcó «desde el Éufrates hasta la tierra de los filisteos y el límite con Egipto» (versículo 21) y trajo paz y gran prosperidad a Israel y Judá durante sus 40 años de reinado.

El reino de Salomón

Adaptado de Holman Bible Atlas, Thomas V. Brisco (editor), Nashville, TN: Broadman & Holman Publishers, 1998.

Las relaciones comerciales internacionales y los aranceles enriquecieron el reino de Salomón. «El peso del oro que Salomón tenía de renta cada año, era seiscientos sesenta y seis talentos de oro; sin lo de los mercaderes, y lo de la contratación de especias, y lo de todos los reyes de Arabia, y de los principales de la tierra» (10:14–15). Salomón comercializaba con caballos y carros, construyendo ciudades fortificadas con amplias caballerizas (4:26; 9:17–19; 10:26, 28–29). El puerto marítimo de Ezión-geber, en la ribera del Mar Rojo (9:26), fue hogar para sus naves. Desde allí, su marina mercante, ampliada por experimentados marineros sidonios, viajaba largas distancias trayendo a su regreso, cada tres años, «oro, plata, marfil, monos y pavos reales» (10:22).

A causa de su sabiduría, el rey se volvió famoso en todo el Oriente Medio y atrajo la atención de muchos gobernantes. «Y para oír la sabiduría de Salomón venían de todos los pueblos y de todos los reyes de la tierra, adonde había llegado la fama de su sabiduría» (4:34). Entre estos visitantes se encontraba la reina de Sabá. Ella había oído de la fama de Salomón y su conexión con Jehová, su Dios, por lo cual «vino a probarle con preguntas difíciles» (10:1). No tardó mucho en convencerse de que su reputación era muy merecida. «Y cuando la reina de Sabá vio toda la sabiduría de Salomón, y la casa que había edificado, asimismo la comida de su mesa, las habitaciones de sus oficiales, el estado y los vestidos de los que le servían, sus maestresalas, y sus holocaustos que ofrecía en la casa de Jehová, se quedó asombrada» (versículos 4–5). Su conclusión fue para la gloria de Dios: «Jehová tu Dios sea bendito, que se agradó de ti para ponerte en el trono de Israel; porque Jehová ha amado siempre a Israel, te ha puesto por rey, para que hagas derecho y justicia» (versículo 9).

Los libros bíblicos atribuidos a él —Proverbios, Eclesiastés y Cantar de los cantares— demuestran su interés en la recopilación y puesta a disposición de dichos o refranes sabios, canciones y conocimiento en general. «Compuso tres mil proverbios, y sus cantares fueron mil cinco» (1 Reyes 4:32).

La edificación del templo

Lo que a David se le había prohibido llevar a cabo en cuanto a la edificación de un templo para Dios, Salomón podía ahora conseguir. Con tremendas riquezas a su disposición, en el cuarto año de su reinado, 480 años después del éxodo de Egipto (6:1), emprendió la tarea con la ayuda de Hiram, rey de Tiro. Sus obreros sidonios eran sumamente hábiles en el corte y labrado de madera de cedro y de ciprés (5:1–12). Salomón tenía su propia fuerza laboral de 30.000 hombres, procedentes tanto de súbditos israelitas como de no israelitas, para colaborar con esta obra. Cada mes, por turno, enviaba un tercio de ellos al Líbano por un mes para trabajar con la madera y las piedras de cantera. Además, tenía 70.000 cargadores y 80.000 obreros que extraían las piedras para los cimientos del templo (versículos 13–17). El interior del templo, revestido con madera de cedro, tenía también buena parte de él cubierta de oro. Pilares de bronce, puertas de madera de olivo, elaborados tallados de madera y fundiciones de bronce y de oro sumaron lo suyo a la magnificencia del lugar (6:14–35; 7:15). Su construcción llevó siete años.

El programa de edificación de Salomón fue extenso y no acabó con la finalización de la obra de construcción del templo. Incluía también una casa para él, otra para su esposa egipcia, una sala con un trono de marfil y oro desde donde dictaría sentencia y un tesoro conocido como la casa del bosque del Líbano (7:1–8; 10:18).

Durante la ceremonia de dedicación del templo, Salomón aprovechó la oportunidad para alabar y agradecer a Dios por todas sus bendiciones, pidiendo a la vez que Dios continuara favoreciendo a Israel. En esta ocasión mostró una humildad que agradó a Dios, pero que no duraría…

El declive de Salomón

A pesar de las bendiciones de sabiduría, riqueza y paz, Salomón sucumbió ante su propia fascinación por las mujeres de otras naciones, casándose con ellas y siguiendo a sus dioses. «Tuvo setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas; y sus mujeres desviaron su corazón. Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos, y su corazón no era perfecto con Jehová su Dios, como el corazón de su padre David» (11:3–4).

Idolatría de Salomón por Rembrandt Harmenszoon van Rijn, tiza roja (ca. 1636–38); el rey Salomón, en presencia de algunas de sus esposas extranjeras, se arrodilla ante una estatua de la diosa madre Astarté o Astoret (1 Reyes 11:4–6).

La promesa de continuidad de la dinastía davídica sobre todo Israel a través de los descendientes de Salomón (2 Samuel 7:12–16; 1 Reyes 6:11–13; 1 Crónicas 22:10) estaba por revocarse. Tras su muerte, el reino sería dividido entre las tribus del norte y Judá. El hijo de Salomón solo reinaría sobre Judá, y su sirviente, Jeroboam, se convertiría en rey de diez tribus de Israel en el norte (1 Reyes 11:9–13).

A pesar de todo lo que logró, la muerte de Salomón se registra sin mucha fanfarria: «Los días que Salomón reinó en Jerusalén sobre todo Israel fueron cuarenta años. Y durmió Salomón con sus padres, y fue sepultado en la ciudad de su padre David; y reinó en su lugar Roboam su hijo» (versículos 42–43).

Comenzaremos la parte 20 de La ley, los profetas y los escritos con la división del reino que Saúl, David y Salomón habían gobernado.