Israel en pedazos

A causa de la desobediencia y la idolatría de Salomón, su reino se divide a su muerte; con todo, la mayoría de los reyes que le suceden —tanto en el norte como en el sur— persisten en mantener el tipo de conducta que provocó la caída del antes sabio rey de Israel.

La muerte de Salomón produjo un importante realineamiento de las lealtades tribales de Israel. El rey, aunque famoso por su sabiduría, había fracasado en responder a la instrucción de seguir la ley de Dios sin reservas. Él y su reino habían prosperado grandemente durante cuarenta años, pero el corazón del rey «se había apartado de Jehová Dios de Israel» (1 Reyes 11:9), volviéndose en un idólatra.

Como resultado directo, Dios había profetizado en los últimos años de Salomón que él intervendría y provocaría una separación entre las tribus del norte y del sur (versículo 11). Roboam, hijo de Salomón, regiría sobre las tribus de Judá y Benjamín, mientras que Jeroboam, siervo de Salomón, reinaría sobre las diez tribus restantes. Jeroboam era un efrainita que Salomón había puesto a cargo de la fuerza laboral de la casa de José. Un profeta llamado Ahías lo llevó aparte y le explicó lo que habría de suceder: «Así dijo Jehová Dios de Israel: He aquí que yo rompo el reino de la mano de Salomón, y a ti te daré diez tribus» (versículo 31). En caso de que Jeroboam siguiera a Dios como el padre de Salomón lo había hecho, Dios le dijo lo que haría: «Yo estaré contigo y te edificaré casa firme, como la edifiqué a David, y yo te entregaré a Israel» (versículo 38). Fue una profecía notable. Judá permanecería bajo Roboam, hijo de Salomón, pero ocurriría una separación en el futuro cercano.

De alguna manera Salomón debió haberse enterado de que su siervo iba a heredar la mayor parte de su reino, pues «por esto Salomón procuró matar a Jeroboam» (versículo 40), quien se vio obligado a recurrir al faraón de Egipto en busca de protección. Hasta que Salomón murió, sus seguidores invitaron a Jeroboam a volver de Egipto, y juntos fueron a encontrarse con Roboam en Siquem, donde este último sería coronado rey de todo Israel (12:1–4).

Aquel fatídico encuentro derivó en la cruel denegación —por parte de Roboam— de la petición de los israelitas del norte respecto a reducir los impuestos que Salomón exigiera. Como resultado, «se apartó Israel de la casa de David hasta hoy» (versículo 19). Por supuesto, este dramático cambio de gobierno fue en cumplimiento de la profecía, y así las diez tribus del norte comenzaron su existencia mayormente independiente.

Comenzando mal

No pasó mucho tiempo antes de que Jeroboam comenzara a seguir sus propias inclinaciones, pasando por alto los mandamientos de Dios. Temiendo que sus súbditos lo mataran y volvieran junto a Roboam, Jeroboam creó centros religiosos alternativos para Jerusalén, siendo este el sitio principal israelita para la adoración y el sacrificio. Aconsejado por algunos allegados, hizo dos becerros de oro, instalando uno de ellos céntricamente en Bet-el , y el otro en el norte, en Dan, y anunció: «He aquí tus dioses, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto» (versículo 28). Además de construir otros altares y crear un sacerdocio no levítico rival, Jeroboam se propuso subvertir la lealtad de Israel a su Dios, llegando al punto de crear un festival sustituto un mes después de la fiesta anual de los tabernáculos (versículos 32–33), conocida por la nación desde la época de Moisés.

Un acto específico de la idolatría de Jeroboam en Bet-el sentó las bases para una profecía en relación con su última purificación durante el reinado de Josías, rey de Judá y descendiente de David, más de trescientos años más tarde. (13:1–2; 2 Reyes 23:15–16, 19–20). Un hombre de Dios vino a Bet-el para entregar el pronunciamiento de Dios. Enojado, Jeroboam demandó su arresto, pero Dios inmediatamente atrofió la mano del rey y destruyó el altar que él estaba usando para sacrificios paganos. La súplica de Jeroboam a Dios para que su mano fuera restaurada fue concedida, pero ni siquiera esta drástica intervención divina cambió su compromiso a largo plazo con la idolatría: «Con todo esto, no se apartó Jeroboam de su mal camino, sino que volvió a ordenar sacerdotes de entre cualquier clase de personas para los lugares altos, a quien quería lo consagraba para que fuese de los sacerdotes de los lugares altos» (1 Reyes 13:33).

«En la tradición bíblica, Jeroboam es recordado como el rey que condujo a Israel al pecado, estableciendo a la nueva nación en su fatídico curso de decadencia y caída».

C.D. Evans, «Jeroboam (Person)», The Anchor Yale Bible Dictionary

Cuando el hijo de Jeroboam enfermó, el rey mandó a su esposa —disfrazada—, a que consultara al profeta Ahías acerca de las perspectivas de recuperación de su hijo (14:1–3). Dios se le apareció a Ahías antes de que ella llegara, y le hizo saber que la reina estaba en camino y lo que él debería decirle; el niño enfermo pronto moriría porque Jeroboam había dejado de seguir a Dios. Ahías entonces profetizó que las tribus del norte serían arrancadas y esparcidas «más allá del Éufrates, por cuanto han hecho sus imágenes de Asera [en hebreo: Asherim, deidad cananea], enojando a Jehová. Y él entregará a Israel por los pecados de Jeroboam, el cual pecó, y ha hecho pecar a Israel» (versículos 15–16). Cuando la reina llegó a su casa, su hijo murió. El resto de la profecía se cumpliría alrededor de doscientos años después, cuando las tribus del norte fueran conquistadas y llevadas cautivas a Asiria.

Emerge un patrón

En el reino sureño de Judá, Roboam reinó por diecisiete años, durante los cuales él y Jeroboam estuvieron constantemente en guerra. Roboam era en parte amonita y permitió una forma de idolatría que incluía la prostitución en nombre de la religión. En su quinto año de reinado, los egipcios invadieron sus tierras, saqueando el templo y los tesoros del rey, entre los que se encontraban escudos de oro del tiempo de Salomón.

Lo sucedió en el trono su hijo Abiam, que era bisnieto de Absalón. Sus tres años de gobierno se caracterizaron por guerras continuas con Jeroboam y la misma falta de lealtad a Dios que su padre había mostrado (15:1–8). Su muerte trajo al trono a su hijo Asa. Después de varios reyes que se habían rehusado a seguir el camino de Dios, Asa gobernó con justicia por 41 años. Se deshizo de los idólatras, eliminó la idolatría y privó a su abuela de ser reina madre por su participación en la adoración idólatra.

Jeroboam murió poco después de la ascensión de Asa en el sur. Fue sucedido en el trono del norte por su hijo Nadab, quien después de dos años fue asesinado por Baasa, de la tribu de Isacar. Baasa se convirtió en rey y se apresuró a matar a todos los descendientes de Jeroboam, cumpliendo así la profecía de Ahías (versículos 25–30; 14:10–11).

Baasa gobernó por más de veinte años, a menudo en guerra con Asa. En una ocasión, Asa formó una alianza con el arameo Ben-adad, rey de Siria, para contrarrestar el intento de Baasa de controlar la frontera norte de Judá reforzando la ciudad de Ramá. Cuando los sirios respondieron atacando varias ciudades israelitas del norte, Baasa se retiró de Ramá (15:16–21).

Pero, tal como Jeroboam, Baasa fue un rey injusto. Dios envió al profeta Jehú a explicarle que pronto sobrevendría su caída. Su linaje terminaría del mismo modo que el de Jeroboam porque había cometido asesinatos y descarriado a Israel (16:1–7).

Le sucedió en el trono su hijo Ela, pero dos años después fue asesinado por su comandante Zimri, quien siguió exterminando a toda la casa de Baasa. Por entonces, este patrón de idolatría, intriga y asesinato estaba bien establecido en Israel. Zimri rigió por apenas siete días antes de perecer en un incendio y, tras una breve lucha mutuamente mortífera, le sucedió Omri. Sus doce años de reinado fueron malos porque también él siguió los pasos de Jeroboam. Omri fundó la capital del norte, Samaria, y fue sucedido por su hijo Acab, uno de los más malvados reyes de Israel (versículos 8–28).

Llega Elías

La interacción entre Acab y el profeta Elías fue parte central de su reinado. Elías profetizó una prolongada sequía en Israel; y Dios lo mandó a esconderse junto a un pequeño arroyo en una zona desértica al este del río Jordán, donde milagrosamente le supliría de pan y carne por medio de unos cuervos. Cuando el abastecimiento de agua comenzó a menguar, Dios le dijo que fuera a Sarepta, en la costa del Mediterráneo, y permaneciera allí con una viuda. Dios no solo realizó un milagro al proporcionarle diariamente harina y aceite para la viuda, su hijo y Elías, sino que revivió al muchacho tras su muerte súbita (capítulo 17).

«Le dijo Elías, mira, tu hijo vive. Entonces la mujer dijo a Elías: Ahora conozco que tú eres varón de Dios, y que la palabra de Jehová es verdad en tu boca».

1 Reyes 17:23–24

Pasados tres años, Dios envió a Elías a Acab para anunciarle el fin de la sequía. En el camino, se encontró con Abdías, el mayordomo de Acab, un hombre temeroso de Dios que había escondido a algunos de los fieles profetas durante la matanza de los mismos ordenada por la reina Jezabel. Elías le pidió que le dijera al rey que él estaba esperándolo con un mensaje. Pero Abdías temía por su vida, sabiendo que el rey había estado buscando a Elías por mucho tiempo, por lo cual no tomaría nada bien si Elías volvía a desaparecer. Cuando Elías le prometió que ese día se mostraría ante el rey, Abdías le trajo la noticia al rey (18:1–16).

La reunión tuvo lugar en cuestión de horas. El rey acusó al profeta de turbar a Israel, a lo cual Elías replicó que era Acab el causante de los problemas. Elías le dijo al rey que convocara a sus profetas paganos y al pueblo en el monte Carmelo. Una vez allí, le explicó a Israel que tenían que escoger entre el Dios de Israel y la idolatría de Jezabel, a lo cual no respondieron. Elías era un hombre contra 850 falsos profetas (versículos 17–22).

El momento de la prueba decisiva llegó cuando Elías invitó a los profetas de Baal y de Asera a invocar a sus dioses para que encendieran el fuego y consumieran el animal sacrificial colocado en su altar, pero fue en vano. Entonces, Elías invocó a Dios, para que encendiera su ofrenda empapada de agua, colocada sobre un altar construido con 12 piedras que representaban a los hijos de Jacob: «Jehová Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos» (versículos 36–37). En ese momento, cayó fuego del cielo, mostrando quién era el verdadero Dios. Elías rápidamente ordenó la captura de los falsos profetas y su inmediata ejecución junto al arroyo de Cisón.

El juicio de Dios en el monte Carmelo por Rembrandt Harmenszoon van Rijn, dibujo con pluma y pincel (ca. 1645–1650); inspirado en el reto de Elías a los profetas de Baal (1 Reyes 18:30–38)

Esta milagrosa intervención de Dios también señaló el final de la sequía. Diciéndole a Acab que comiera y bebiera en anticipación de la lluvia, Elías subió a la cumbre del monte Carmelo para esperar las nubes entrantes procedentes del Mediterráneo. Su siervo, habiendo sido instruido siete veces por Elías para que avistara si aparecía alguna señal de lluvia, finalmente anunció la aparición de una nube pequeña ascendiendo del mar. Elías envió al siervo a Acab con el mensaje de que debería partir antes de que la lluvia torrencial se lo impidiera. El rey salió hacia Jezreel antes de que arreciara la tormenta (versículos 41–45).

Para cuando llegó, Elías ya estaba allí. Acab entonces le contó a su esposa, Jezabel, que el profeta había ejecutado a todos los profetas de ella. Ella, enojada, amenazó a Elías por medio de un mensajero diciéndole: «Así me hagan los dioses, y aun me añadan, si mañana a estas horas yo no he puesto tu persona como la de uno de ellos» (19:1–2).

Esto causó que el profeta huyera por su vida a Beerseba, donde dejó a su siervo y se fue por el desierto un día de camino. En lo que sin duda fue su momento de mayor depresión, Elías se sentó debajo de un árbol, oró pidiendo morir y luego se quedó dormido. Despertado por un ángel, comió el alimento que vio preparado y recibió instrucciones de emprender un viaje más largo. El sustento le duró cuarenta días y cuarenta noches, hasta que llegó al monte Horeb (monte Sinaí), «el monte de Dios». Se refugió en una cueva donde oyó a Dios preguntarle por qué había venido; y replicó: «He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida». Entonces Dios se le apareció en el monte; pasó acompañado por un poderoso viento, un terremoto, un fuego y «un silbo apacible y delicado», pero se hizo presente solo en el silbo apacible y delicado (verses 3–12). Este es un pasaje muy debatido, aunque la mayoría entendería que Dios aquí estaba indicando una manera más calmada de hablar a su pueblo a través de los profetas.

Elías fue y se paró a la entrada de la cueva, cuando de nuevo oyó la voz de Dios preguntándole por qué había venido. El profeta repitió su desanimada declaración anterior acerca de estar completamente solo y perseguido (verse 14). Ante esto, Dios le ordenó ir a Siria y ungir rey a Hazael (también conocido como Ben-adad). Lo mismo tenía que hacer en Israel, ungiendo a Jehú, quien sería sucesor de Acab; y a Eliseo, para que lo sucediera a él como profeta. Estos tres habrían de participar en las muertes de muchos, pero Dios le dijo a Elías que se había reservado siete mil personas fieles que el profeta, en su desánimo, no había reconocido. Yendo a la aldea de Eliseo, lo hizo su siervo y luego continuó su obra (versículos 15–21).

«El abandono del ministerio y la renuncia a la vida por parte de Elías es superado por el sencillo y directo encargo con el que esta narración concluye. Las dudas cesarán y los reparos desaparecerán cuando Dios lo ponga a trabajar».

Simon J. DeVries, Word Biblical Commentary, Volume 12: 1 Kings

«Como Acab, ninguno»

Se produjo una guerra entre Siria (Aram) e Israel, en la cual Acab venció a sus vecinos con la bendición de Dios e Israel obtuvo acceso comercial a Damasco (20:1–34). No obstante, Acab terminó haciendo un pacto con el derrotado Ben-adad. Entonces, Dios le envió un profeta para advertirle que eso había sido un error, dado que Dios le había entregado al enemigo en sus manos: «Así ha dicho Jehová: Por cuanto soltaste de la mano el hombre de mi anatema, tu vida será por la suya, y tu pueblo por el suyo» (versículos 35–42).

El malhumor de Acab por esta sentencia se demostró luego en su actitud para con un humilde propietario israelita, Nabot, cuya viña el rey quería. Cuando el hombre se rehusó a entregarle la tierra, el rey se sintió decaído y se quejó al contarle a su esposa, Jezabel, acerca de este incidente. Tomando el asunto en sus manos, la reina conspiró contra Nabot: hizo que falsamente lo acusaran de blasfemia contra Dios y el rey y que lo apedrearan hasta darle muerte (21:1–16). Ahora Acab podía poseer la viña.

En consecuencia, Dios envió a Elías al rey para que profetizara contra él de nuevo y le contara de su trágica muerte y de la de su esposa y del final de su dinastía (versículos 17–24); pero como Acab respondió con actitud humilde, ayunando y afligiéndose, Dios le postergó un poco el castigo.

Después de tres años de paz con Siria, Acab imploró a Josafat, rey de Judá, que lo ayudara a recuperar Ramot de Galaad, ciudad israelita del noreste, de manos de Ben-adad (22:1–4). Los profetas falsos de Acab alentaron el plan, pero Josafat preguntó si no quedaba algún profeta de Dios para consultar, a lo cual «el rey de Israel respondió a Josafat: Aún hay un varón por el cual podríamos consultar a Jehová, Micaías, hijo de Imla; mas yo le aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal» (versículo 8).

Cuando se consultó a este profeta, él explicó que, a pesar de las palabras de sus profetas, Acab fracasaría en este intento: «Y ahora, he aquí, Jehová ha puesto espíritu de mentira en la boca de todos tus profetas, y Jehová ha decretado el mal acerca de ti» (versículo 23). Inmediatamente, Acab dio instrucciones para el encarcelamiento de Micaías hasta su seguro retorno. Pero, tal como se le había profetizado, fue gravemente herido en la batalla contra Ben-adad y murió más tarde en el día, en su carro ensangrentado. Cuando su carro fue lavado en Samaria, los perros lamieron su sangre tal como Elías había profetizado (versículos 38; 21:19).

El obituario de Acab, según se indica en la Biblia, es todo menos elogioso: «A la verdad ninguno fue como Acab, que se vendió para hacer lo malo ante los ojos de Jehová; porque Jezabel su mujer lo incitaba» (21:25). En cuanto a Jezabel, su ignominioso final no vendría sobre ella sino hasta varios años más tarde, en los días de Eliseo.

Josafat, por otro lado, permaneció en sintonía con Dios durante su reinado. Aunque no eliminó totalmente la adoración idólatra, fue considerado como alguien que en todo lo demás hizo «lo recto ante los ojos de Jehová» (22:43). No se pudo decir lo mismo del linaje de Acab, de cuyos dos hijos sus respectivos reinos coincidieron con el de Josafat; tanto Ocozías como Joram persistieron en los caminos de su padre y de Jeroboam.

En el próximo número continuaremos con la obra de Elías y de Eliseo.