A juzgar por los frutos

Mientras viajaba por el campo realizando milagros y sanando a los enfermos, Jesucristo enseñó la importancia de ser conocido por sus actos y acciones cotidianas.

En una fascinante referencia secular a la figura central del cristianismo, el historiador judío a favor de los romanos, Josefo, escribiendo al final del primer siglo, menciona a Jesús de Nazaret. Es la única referencia temprana referente a su existencia aparte del Nuevo Testamento. Entre otras declaraciones, Josefo se refiere a Jesús como a «un hacedor de maravillas».

Para el mundo del Siglo XXI, los relatos de las maravillas o los milagros que Jesús realizó seguramente son uno de los aspectos más desconcertantes de su ministerio. La mente escéptica tiene que intentar explicaciones que arrojan una sombra sobre lo que se dice simple y llanamente en el registro del Nuevo Testamento. Naturalmente, un milagro no está abierto a la explicación racional.

Lo que sí sabemos es que después del final del ministerio de Jesús, sus seguidores estaban dispuestos a morir por lo que creían acerca de él. Algunos de esos mismos seguidores escribieron sobre sus propias experiencias al ser testigos de sus obras milagrosas. Como consecuencia, la parte 7 de nuestra serie sobre los evangelios incluye recuentos de varias de las «maravillas de Jesús».

Comenzamos con su partida desde la ladera que domina el mar de Galilea al concluir el Sermón de la Montaña. Mientras caminaba hacia Capernaum, un pequeño pueblo de pescadores a orillas del agua, una gran multitud lo siguió. En ese momento, en algún lugar cerca de la sinagoga, los líderes judíos del lugar le contaron a Jesús acerca de un hombre muy enfermo que necesitaba su ayuda. El hombre resultó ser el sirviente de un centurión romano (Lucas 7:1–3).

En una nota interesante sobre las relaciones entre judíos y romanos, nos enteramos de que el centurión aparentemente había construido la sinagoga de Capernaum por respeto al pueblo judío. Puede que los cimientos de basalto negro de esa sinagoga sean los mismos que los visitantes ven hoy en día cuando recorren la zona.

De camino a visitar al paralítico, los mensajeros del centurión vinieron a Jesús. Dijeron que el centurión creía que no era digno de la visita de Jesús y simplemente le pidió a Jesús que dijera la palabra y que su siervo sería sanado.

Jesús ahora sabía que no era necesario ir más allá. El centurión entendía que Jesús tenía la autoridad de ordenarle a la enfermedad que cesara, y que eso era lo que sucedería—igual como un oficial romano comandaría a sus hombres llevar a cabo una tarea. Su fe fue más allá de la necesidad de la presencia física de Jesús con su siervo. Fue una lección valiosa para que todos entendieran.

Al día siguiente, en el pequeño pueblo de Nain en la meseta de Capernaum, otro de los milagros de Jesús hizo que el público proclamara, «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Lo que Jesús vio al aproximarse al pueblo fue un cortejo fúnebre. El hijo único de una viuda había muerto. La compasión de Jesús por la mujer le llevo a tocar féretro resucitando al joven (versículos 11–17).

Esta es la clase de milagros que atraen gran atención. Con todo y eso, había un hombre que comenzaba a dudar de Jesús.

la pregunta del bautista

Sorprendentemente, descubrimos en la narración del Evangelio que Juan el Bautista, languideciendo en la prisión de la fortaleza de Herodes con vistas al Mar Muerto, había empezado a preguntarse sobre la legitimidad de la misión de Jesús.

Juan el Bautista, languideciendo en la prisión de la fortaleza de Herodes con vistas al Mar Muerto, había empezado a preguntarse sobre la legitimidad de la misión de Jesús.

Los discípulos de Juan le vinieron con noticias del creciente trabajo de Jesús. La respuesta de juan parece mostrar una mente atribulada. ¿Estaba tan abatido en la prisión que había perdido la fe en Jesús, aunque antes lo había anunciado como el Cordero de Dios, aquel cuyas sandalias no era digno de desatar? (Juan 1:26–31)

Juan les pidió a sus discípulos que regresaran con Jesús y le preguntaran, «¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?» (Lucas 7:18–19). Quizás Juan esperaba una resolución más inmediata a lo de la opresión romana. Tal vez pensó en Jesús como un Mesías político así como uno religioso.

Cuando sus discípulos hicieron la pregunta de Juan, la respuesta de Jesús fue inequívoca. «Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí». Jesús estaba diciendo que los milagros que realizó por el poder de Dios proporcionaron algunas de las pruebas de su mesianismo.

Cuando los discípulos de Juan se marcharon para llevar el mensaje de vuelta, Jesús aprovechó la oportunidad para explicar a la multitud sobre el Bautista. Les dijo que Juan era un gran profeta, uno especificado en las Escrituras como el mensajero que precedería la venida de Jesús. Dijo que Juan era un Elías moderno—uno de los grandes profetas del antiguo Israel; aunque algo más que eso, dijo que no ha habido otro más grande que Juan el Bautista (versículos 27–28; Mateo 11:11–14).

Fueron, por supuesto, las personas comunes las que habían reconocido la exactitud de la enseñanza de Juan. Los fariseos y los expertos en la ley no habían respondido a su mensaje de arrepentimiento y bautismo. Jesús estaba disgustado por esta falta de reacción correcta a Juan.

Ni a los sabios y entendidos

Juan no era el único cuyo mensaje no era escuchado. Siguiendo los pasos de sus antepasados, varios de los que se suponía saber bien rechazaban las palabras y obras de Jesús. En los poblados galileos de Betsaida y Capernaum, por ejemplo, Jesús realizó muchos de sus milagros, y hubo poca respuesta positiva de los según llamados sabios y eruditos.

Sin duda, otro lugar donde Jesús habló fue el pueblo de Corazín en las colinas sobre el mar de Galilea. Los vestigios de una sinagoga, tal vez sucesora de la que Jesús visitó, todavía están allí. La aldea también fue una de las que Jesús condenó por la falta de aceptación a su mensaje. Las ruinas de piedra negra son un claro recordatorio del destino de Corazín. Como Jesús, «Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras». (Matthew 11:21–22).

Aquellos atribulados por la vida encontrarían paz mental. Aquellos que reconocieron su propia necesidad de aprender, se les enseñaría la verdad.

La crítica de Jesús a los llamados sabios y eruditos, y su reconocimiento de la respuesta positiva de los que llamaba «los niños», enfatizó la singularidad de su obra. En esencia, era la gente común quien también se beneficiaría de sus enseñanzas, no las personas llenas de orgullo, poder e intelecto. Aquellos atribulados por la vida encontrarían paz mental. Aquellos que reconocieron su propia necesidad de aprender, se les enseñaría la verdad.

No pasó mucho tiempo antes de que surgiera otra oportunidad para que Jesús contrastara las actitudes de los fariseos y de la gente. Jesús estaba cenando una noche en la casa de un fariseo, y una mujer que había vivido una vida pecaminosa vino a verle (Lucas 7:36–37). No se nos dice quién era ella o cuales eran sus pecados. Se especula que esta era una prostituta que había escuchado el mensaje de Jesús y venía a mostrarle su arrepentimiento.

Comenzó a llorar ella a los pies de Jesús, y derramó perfume sobre estos (versículo 38). El cuidado de los pies era el trabajo de un ciervo; por parte de la mujer esto era una señal de humildad al hacer esto, y algo simbólico de su profundo arrepentimiento por sus pecados. Nos cuenta Lucas que la mujer limpió los pies de Jesús, indicando que no lo traía atado. Esto es un cuanto inusual; a una mujer normalmente le hubieran atado el cabello cuando estaba en público. Esto puede ser una indicación más de la vida pecaminosa de la mujer.

El fariseo, cuyo nombre era Simón, obviamente no aprobaba la tolerancia de Jesús para con la caída mujer. Pensó dentro de sí, Jesús no puede ser un santo varón, de otra manera no se hubiera dejado tocar por esa clase de mujer.

Percibiendo la actitud de Simón, Jesús dijo: «Cuando vine a tu casa no me ofreciste agua para lavar mis pies o me saludaste con un beso, ni ungiste mi cabeza con aceite. Sin embargo, esta mujer ha mojado mis pies con lágrimas de su arrepentimiento, besó mis pies y los perfumó. Mostró ella una actitud de gran amor y humildad, y sus muchos pecados le han sido perdonados. En contraste, Simón, tu falta de amor y humildad puede significar que se te ha perdonado poco, pues no has buscado el perdón de Dios» (versículos 44–47, parafraseado).

Echasado por los suyos

Poco después de esto, Jesús comenzó su segunda gira por la región de Galilea, llevando consigo a sus 12 discípulos y ciertas mujeres que los apoyaban por sus propios medios. (Lucas 8:1–3). Algunas de las mujeres son mencionadas por su nombre. Una de ellas, Juana, proporciona una interesante conexión con la cultura política  de la época. Ella era la mujer de un hombre llamado Chuza, quien era intendente de la casa del rey Herodes Antipas. Parece probable que esa proximidad a Herodes hubiera permitido que el rey supiera acerca de las actividades de Jesús tarde o temprano. La inquietud de Herodes con los ministerios de Jesús y Juan el Bautista es ciertamente un subtema en los relatos del Evangelio.

Aunque no fueron solo los líderes políticos y religiosos quienes se preocuparon por Jesús y sus actividades. Incluso su propia familia estaba preocupada por él, especialmente ahora que las multitudes que seguían a Jesús eran tan grandes que a veces ni siquiera podía comer. Aparentemente su familia también estaba preocupada por su salud mental: «Está fuera de sí», se les escuchó decir (Marcos 3:21). Obviamente la creencia en su excepcional pariente era muy limitada en ese momento.

Al igual que los profetas de antaño, Jesús sufría del rechazo común a los mensajeros de Dios.

No obstante, al continuar los milagros de Jesús, las multitudes especularon que él podría ser el Mesías, el hijo de David. Los líderes religiosos, por supuesto, rechazaron la idea y en su lugar prefirieron la acusación de que estaba en alianza con el príncipe de los demonios, Belcebú, o Satanás. Con cuanta frecuencia aquellos que hacen el bien son calumniados. Al igual que los profetas de antaño, Jesús sufría del rechazo común  a los mensajeros de Dios.

Pero tal desprecio no impidió que Jesús continuara trazando la línea. Señaló a los legalistas de Jerusalén que una casa dividida contra sí misma no puede permanecer (Marco 3:25). No tenía sentido acusar a Jesús de confabular con Satanás cuando libraba a los endemoniados oprimidos por los espíritus. Antes bien, Jesús advirtió a los fariseos de tener cuidado en acusar al Espíritu Santo de maldad; Dijo que eso era un pecado imperdonable.

Basándose en la analogía del buen fruto de los buenos árboles y la mala fruta de los malos, Jesús caracterizó a los fariseos hipócritas como una generación de víboras, incapaces de decir nada bueno desde el corazón. (Mateo 12:33–35).

Aun así, los escribas y los fariseos persistieron en sus caminos, con la intención de atrapar a Jesús. Ahora pedían una señal milagrosa (versículo 38). Rechazando su pedido, Jesús les dijo que la única señal que verían sería la señal del profeta Jonás, que estuvo 3 días y tres noches en el vientre de un gran pez. Refiriéndose a la historia de Jonás en el Antiguo Testamento y su encuentro con lo que popularmente se ha convertido en «la ballena» (aunque la Biblia no menciona una ballena), Jesús habló de su propia muerte y de su sepultura durante  tres días y tres noches en la tumba. La señal de su mesianismo fue el hecho de que estaría en el corazón de la tierra por solo tres días y tres noches.

El rechazo de Jesús por parte de los escribas y fariseos solo aumentó su determinación de aclarar quién estaba enseñando la verdad y quién no. En ese momento, su madre y otros miembros de la familia llegaron y preguntaron por él. Su respuesta fue hacer hincapié en que la familia espiritual (aquellos que siguen su camino) es más importante que la familia física (versículos 46-50). Recuerde, su propia familia pensó que él estaba loco. Entonces Jesús enfatizó que su madre y sus hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.