Rechazo y restauración

Los profetas Ezequiel y Jeremías hablan

En esta entrega sobre los profetas, contemplamos las vidas de Jeremías y Ezequiel y sus respectivos mensajes a la nación de Judá.

Hasta donde sabemos, los sacerdotes profetas Jeremías y Ezequiel nunca se conocieron, aun así sus vidas y mensajes se cruzaron a medida que el pueblo de Judá caía cada vez más en la idolatría y finalmente en cautiverio —bajo los babilonios— en el siglo VI a. C. Jeremías ya estaba profetizando por el año 627, el décimo tercer año del rey reformador Josías, (aunque según otra opinión, él nació ese año, alrededor de cinco años antes que Ezequiel). Lo que Jeremías tuvo que decirle a su pueblo fue una añadidura  de la advertencia que anteriormente el profeta Isaías le había dado a Judá, con respecto a un ataque inminente y la caída de Jerusalén.

En su juventud, Dios le dijo a Jeremías que lo había escogido como profeta (Jeremías 1:4–7). Él era descendiente de Elí, sumo sacerdote en los días de Samuel, cuando el tabernáculo estaba en Silo, al norte de Jerusalén. Esta línea sacerdotal fue reemplazada por Salomón, quien escogió a los sacerdotes de Sadoc, de David, y echó de Jerusalén a los sacerdotes de Elí (véase 1 Reyes 1–2).

Después de resistir inicialmente su vocación, Jeremías ministraría a Judá y a las naciones vecinas por alrededor de cuarenta años. Como Ezequiel —cuya obra abarcó muchos de los mismos pueblos y territorios y duró más de veinte años—, él iba a ser implacable ante sus oyentes, hablando aun cuando la audiencia no lo escuchara (compárese Jeremías1:7, 17–19 con Ezequiel 2:7–8 y 3:7–10).

«El profeta es… un testigo del pathos divino, uno que atestigua que Dios se preocupa por los seres humanos».

Susannah Heschel, Introducción a Los Profetas, de Abraham J. Heschel

Señales y símbolos

Al realizar representaciones escenas simbólicas, ambos transmitieron oráculos, mostrando lo que sucedería y por qué.  Por ejemplo, siguiendo las instrucciones que Dios le había dado, Jeremías compró un cinto de lino y lo ciñó a su cuerpo, para simbolizar con ello la cercanía de Dios para con su pueblo. Pero luego, llevó el cinto hasta el río Éufrates, lo escondió entre las rocas, y lo recuperó más tarde —arruinado e inútil—, representando con ello las ya arruinadas —buenas para nada— Judá y Jerusalén (Jeremías 13:1–11).

En otro ejemplo, para ayudar a Judá a entender el papel de Dios como creador de Israel, se le pidió a Jeremías visitar el taller de un alfarero, con el fin de ver al artesano en acción (capítulo 18); más tarde, este iba a romper la vasija de arcilla, significando con ello que Dios, como Creador de ellos, destruiría a su gente y la ciudad de Jerusalén (capítulo 19). Cuando el profeta se puso un yugo (capítulos 27–28), fue para prefigurar el dominio venidero de Nabucodonosor sobre la región entera y la necesidad de todo el pueblo de someterse voluntariamente a él. Y al encomendársele comprar un campo durante el sitio babilónico de Jerusalén y conservar las escrituras, el profeta iba a mostrar que finalmente Dios permitiría que sus tierras les fueran devueltas (capítulo 32).

De manera similar, el ministerio profético de Ezequiel se manifestó en varias representaciones en las que él representaba lo que habría de pasar. Por ejemplo, se le ordenó hacer una réplica de la ciudad de Jerusalén en estado de sitio y hambruna, y recostarse sobre su lado por varios días, para simbolizar el castigo de Israel, Judá y la ciudad por sus años de conducta pecaminosa (Ezequiel 4). Luego, habría de afeitarse la cabeza y la barba y distribuir el cabello de tres maneras, para representar a la ciudad sufriendo epidemias y hambre, su gente bajo ataque, y su dispersión.

Comparando los libros

Aunque otros libros tienen más capítulos, el libro de Jeremías es el más largo de la Biblia en lo que respecta al conteo de palabras: una colección de muchos mensajes compilados en parte por su escriba, Baruc (véase Jeremías 36:1–4, 32; 45:1).

La confluencia de Jeremías con Ezequiel se puede ver no solo en el contenido general de sus libros, describiendo ambos el juicio y la restauración, sino también en aspectos más detallados. Esto entraña, en primer lugar, la imagen de un caldero hirviente viniendo del norte, lo cual representa la invasión de los babilonios, que Ezequiel expande hasta la propia Jerusalén convirtiéndose en un caldero de castigo bajo el ataque enemigo (Jeremías 1:13–15; Ezequiel 11:1–12; 24:3–13). Luego, de manera similar, la imagen de dos hermanas pecadoras simbolizando una el reino del norte, Israel, y la otra el reino del sur, Judá (Jeremías 3:6–11), se extiende en Ezequiel 23. Y en tercer lugar, Jeremías corrige una analogía popular acerca de las uvas agraces para mostrar que cada individuo será responsable de su propio pecado, no de los de otro, clarificación que se ve emulada posteriormente por Ezequiel (Jeremías 31:29–30; Ezequiel18).

Nada sorprendentemente, Jeremías y Ezequiel comparten una visión de falsos profetas que hablan por su cuenta, no por inspiración divina. Reminiscente de las palabras de Dios a través de Jeremías —«hablan visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová»—, Ezequiel proclama la siguiente advertencia de Dios: «¡Ay de los profetas insensatos, que andan en pos de su propio espíritu, y nada han visto!» (Jeremías 23:16; Ezequiel 13:3).

Cuando se trata de las características tonificantes de restauración de su mensaje, Jeremías inscribe la promesa de Dios a su pueblo: «Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman perpetuamente, para que tengan bien ellos, y sus hijos después de ellos» (Jeremías 32:39); mientras que en Ezequiel leemos: «Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne» (Ezequiel 11:19).

Jeremías también es conocido por la promesa de un nuevo pacto. En el capítulo 31 habla del retorno de las casas de Israel y Judá a sus tierras y la dádiva del Espíritu de Dios al pueblo rescatado, según un nuevo acuerdo: «este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo». Ezequiel se refiere al mismo acontecimiento: «Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, y vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios (Jeremías 31:33; Ezequiel 36:27–28).

Un acontecimiento en la fase final de la secuencia profética de restauración tiene que ver con gente conocida, en el libro de Ezequiel, como «Gog, de la tierra de Magog» (capítulos 38–39). Ezequiel parece basarse en la referencia de Jeremías con respecto al trato de Dios para con todas las naciones en una confrontación final: «[…]; porque espada traigo sobre todos los moradores de la tierra, dice Jehová de los ejércitos […]. Llegará el estruendo hasta el fin de la tierra, porque Jehová tiene juicio contra las naciones; él es Juez de toda carne; entregará los impíos a espada, dice Jehová» (Jeremías 25:29, 31). Ezequiel menciona que Gog dirige a un grupo de personas de las cuales Dios ha hablado antes a través de sus profetas, tal vez indicando el contenido de Jeremías antes mencionado: «Así ha dicho Jehová el Señor: ¿No eres tú aquel de quien hablé yo en tiempos pasados por mis siervos los profetas de Israel, los cuales profetizaron en aquellos tiempos que yo te había de traer sobre ellos?» (Ezequiel 38:17).

«[Jeremias] se adhería a tradiciones anteriores, especialmente a Deuteronomio, el cual refleja un punto de vista similar con respecto a la necesidad de observar la torá y las consecuencias por dejar de hacerlo».

Marvin A. Sweeney, «Jeremiah: Introduction», The Jewish Study Bible

A veces se observa que la caída del antiguo Israel tiene sus orígenes proféticos en Levítico 26, donde se prometen bendiciones específicas por obediencia y maldiciones por desobediencia. El contenido del capítulo se repite, en general, en Deuteronomio 28, justo antes de la entrada del pueblo de Israel a la tierra prometida. El pasaje de Levítico describe cinco niveles de creciente castigo si la desobediencia continúa. El último nivel es el exilio y el cautiverio. Tanto Jeremías como Ezequiel se refieren a esas maldiciones por la desobediencia, al describir lo que va a suceder a raíz del ataque babilónico.

Ambos profetas vivieron durante los acontecimientos conducentes a la caída de Jerusalén, así como sus secuelas, aunque en distintos lugares y desde diferentes perspectivas. La obra de Jeremías se llevó a cabo principalmente en Jerusalén y sus alrededores (y luego en Egipto) y se dirigió a reyes, dirigentes y el pueblo de Judá, mientras que la de Ezequiel se llevó a cabo en Babilonia entre compatriotas de Judá exiliados.

Directos a la ruina

Tras el descubrimiento del libro de la ley en el templo, tal vez el libro de Deuteronomio (2 Reyes 23), el último rey recto de Judá, Josías, instituyó reformas religiosas. Su obra y sus reformas quedaron inconclusas en 609, al enfrentarse a las fuerzas egipcias cuando estas se dirigían a ayudar a los asirios en contra de Babilonia, en el Éufrates. Herido en la batalla, él murió pronto en Jerusalén.

En el capítulo 7 del libro de Jeremías, el profeta dio en el templo su primer sermón, el cual puede ser fechado. Presentado en 609 a.C., a comienzos del reinado de Joacim, hijo de Josías (26:1); en este detallaba los pecados de la nación y el castigo venidero. Si no enmendasen su comportamiento, el templo sería destruido y a ellos les iría como al reino del norte, Israel. Ese territorio había sido cuna de Silo, el antiguo centro religioso que había sido demolido antes de que las tribus del norte fueran tomadas cautivas: «haré también a esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, en la que vosotros confiáis, y a este lugar que di a vosotros y a vuestros padres, como hice a Silo. Os echaré de mi presencia, como eché a todos vuestros hermanos, a toda la generación de Efraín» (Jeremías 7:14–15).

Uno de los pecados de Judá señalados aquí era el de sacrificios de niños, lo cual Dios no toleraba. «Y han edificado los lugares altos de Tofet, que está en el valle del hijo de Hinom, para quemar al fuego a sus hijos y a sus hijas, cosa que yo no les mandé, ni subió en mi corazón» (versículo 31).

Este sermón despertó en los oyentes —«los sacerdotes y los profetas y todo el pueblo»— tanto enojo que le dijeron a Jeremías que iba a morir. Pero los oficiales estatales se enteraron de la conmoción provocada y vinieron de la casa del rey para investigar el asunto. Reconociendo que él hablaba las palabras de Dios, ellos defendieron a Jeremías (26:8,10–11, 16, 24).

En 605, los babilonios, bajo su príncipe heredero Nabucodonosor, derrotaron a los egipcios en Carquemis en el norte de Siria, y más tarde ese año, a un remanente de su ejército en la zona central de Siria. Este fue el año en que Jeremías fue inspirado a dar un mensaje específico de Dios en relación con la duración de su ministerio hasta entonces, y el obstinado rechazo del pueblo de Judá a cambiar su comportamiento. Este fue también el año en que Nabucodonosor se convirtió en rey de Babilonia. Ahora Dios declaraba un cautiverio de 70 años para el pueblo no arrepentido y la destrucción de su tierra. «Toda esta tierra será puesta en ruinas y en espanto; y servirán estas naciones al rey de Babilonia setenta años» (25:11).

Ese mismo año, Jeremías declaró una profecía contra Egipto (46:2) y ordenó a su escriba, Baruc, preparar un rollo con todas las profecías dadas hasta esa fecha (36:1–4; 45:1). Mientras los babilonios avanzaban, invadiendo la llanura filistea y acercándose cada vez más a Jerusalén, Joacim cambió su alianza de Egipto a Babilonia (2 Reyes 24:1a). A Jeremías se le había prohibido hablar en el área del templo, así que Baruc fue enviado a leer el contenido del rollo al año siguiente (Jeremías 36:5–10). Al enterarse del contenido por un par de lecturas que oyó, el rey se enojó, y cortó y quemó el rollo, ordenando —aunque sin éxito— la captura de Baruc y Jeremías, que ya se habían escondido. Por mandato de Dios, Jeremías y Baruc volvieron a escribir el rollo, esta vez añadiendo más palabras semejantes (versículos 20–32). Pero por varios de los años siguientes, y de nuevo durante algunos años antes del sitio final de Jerusalén, Jeremías permanece fuera de escena.

Mientras tanto, los babilonios continuaron su incursión y vinieron contra Jerusalén por primera vez en 605. Llevaron judíos exiliados a Babilonia, entre ellos a Daniel y otros de ascendencia real y de la nobleza (véase Daniel 1:1–7). Joacim permaneció en el trono de Judá como gobernante vasallo hasta que se rebeló en 598, causando que los babilonios salieran de nuevo para Jerusalén. Joacim murió antes de que ellos llegaran, de modo que su hijo Joaquín fue quien sufrió el ataque. Con todo, en 597 su inestable gobierno de solo tres meses también terminó; y él fue reemplazado por un tío suyo de 21 años de edad, cuyo nombre, al ser coronado, fue cambiado a Sedequías. Joaquín fue llevado a Babilonia juntamente con su familia, más de los judíos nobles y guerreros, artesanos y miembros de familias sacerdotales, entre los que se encontraba Ezequiel (véase Jeremías 13:15–27; 2 Reyes 24:8–18).

Por entonces, Jeremías reapareció en Jerusalén para seguir profetizando. En una visión sobre cestos de hijos buenos y malos, le fue dado al profeta un mensaje a principios del gobierno de Sedequías (Jeremías 24:1–2). El fruto bueno representaba a los exiliados judíos en Babilonia, y el fruto malo a quienes habían permanecido en la tierra de Israel y Jerusalén (entre ellos, el rey y su familia) y Egipto (adonde algunos habían huido en busca de seguridad). Con el correr del tiempo, los exiliados en Babilonia volverían a su tierra y a Dios, mientras que los otros serían rechazados: «Y los daré por escarnio y por mal a todos los reinos de la tierra; por infamia, por ejemplo, por refrán y por maldición a todos los lugares adonde yo los arroje. Y enviaré sobre ellos espada, hambre y pestilencia, hasta que sean exterminados de la tierra que les di a ellos y a sus padres» (versículos 9–10).

Dios especificó que la obra profética de Jeremías sería sobre destrucción y restauración: «Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar» (Jeremías 1:10). Estos cuatro términos aparecen a todo lo largo de los escritos de Jeremías y en varios otros lugares del Antiguo Testamento; entre ellos, en el libro de Ezequiel: «Y las naciones que queden en vuestros alrededores sabrán que yo reedifiqué lo que estaba derribado, y planté lo que estaba desolado; yo Jehová lo he hablado, y lo haré» (Ezequiel 36:36).

Pero algunos en Babilonia propagaron la noción de que el exilio sería de corta duración. En consecuencia, Jeremías envió una carta a los exiliados por mano del mensajero de Sedequías, en la que decía: «Porque así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: No os engañen vuestros profetas que están entre vosotros, ni vuestros adivinos; ni atendáis a los sueños que soñáis […]. Porque así dijo Jehová: Cuando en Babilonia se cumplan los setenta años, yo os visitaré y despertaré sobre vosotros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar» (Jeremías 29:8, 10).

Un profeta entre los cautivos, llamado Semaías, oyó el contenido de la carta y le escribió al sacerdote Sofonías y a otros líderes de Jerusalén, insistiendo en que Jeremías era un profeta falso y preguntando por qué Sofonías no lo había reprendido. Con todo, Dios tuvo la última palabra prometiendo, a través de Jeremías, que Semaías sería castigado «porque contra Jehová ha hablado rebelión» (versículos 24–32).

Ezequiel profetizando por Gustave Doré, grabado

Ezequiel profetizando por Gustave Doré, grabado (Circa 1866)

El ministerio profético de Ezequiel

Cuando la carta de Jeremías fue leída en Babilonia, Ezequiel estaba entre los exiliados, a algunas millas más lejos, cerca de un afluente del Éufrates. Es posible que Daniel, quien trabajaba en la corte de Nabucodonosor, fuera una pieza clave tocante a la reubicación de la nueva ola de cautivos allí. Sobre las circunstancias en torno al llamamiento de Ezequiel leemos: «Aconteció en el año treinta, en el mes cuarto, a los cinco días del mes, que estando yo en medio de los cautivos junto al río Quebar, los cielos se abrieron, y vi visiones de Dios. (Ezequiel 1:1). Le fue dicho entonces que su obra como profeta consistiría en explicar a los de su propio pueblo exiliado y rebelde, lo que aún habría de pasarle a Jerusalén y su tierra nativa en el futuro cercano.

Este «año treinta» es objeto de bastantes debates académicos. Algunos creen que se refiere a la edad de Ezequiel; otros, que en cierto modo se refiere a los años del exilio o al período de la reforma de Josías. Lo que sí parece claro es que el año treinta y la fecha de la primera visión de Ezequiel son lo mismo.

«De los libros proféticos más largos, solo Ezequiel está ordenado cronológicamente».

Marvin A. Sweeney, «Jeremiah: Introduction», The Jewish Study Bible

La introducción continúa: «En el quinto año de la deportación del rey Joaquín, a los cinco días del mes, vino palabra de Jehová al sacerdote Ezequiel hijo de Buzi, en la tierra de los caldeos, junto al río Quebar; vino allí sobre él la mano de Jehová» (Ezequiel 1:2–3). Se alude aquí a Ezequiel como un sacerdote en el año quinto de la cautividad de Joaquín. Esto significa que él tenía, como mínimo, 30 años de edad, la edad para iniciarse en el sacerdocio (véase Números 4:3; 1 Crónicas 23:3). Habría crecido en el seno de una familia sacerdotal durante el período de la reforma del rey Josías y, probablemente, vivido en Jerusalén. La primera visión del profeta vino en 593, el año quinto de su cautividad.

Los años del ministerio profético de Ezequiel se pueden comprender en dos partes: antes y después de la caída de Jerusalén. (593–586 y 586–571). Lo que el profeta dijo en estos dos períodos difiere en tono. Antes de 586, los mensajes se centraban en lo que pronto le iba a pasar a Jerusalén. Esto abarcaba la salida de Dios del templo y de Jerusalén, y la destrucción de ambos; el inmediato final de la nación; y el exilio de la mayoría del pueblo remanente. Esta parte de la historia se cuenta en los capítulos 1–24, que son mayormente sobre el juicio. A ello sigue un interludio de profecías sobre las naciones circundantes (capítulos 25–32). Una vez caída la ciudad, los mensajes de Ezequiel fueron sobre la esperanza final y la restauración de la nación, la ciudad y el templo (capítulos 33–48).

En los primeros 24 capítulos, entonces, Ezequiel recibe visiones y profecías por un período de siete años que se extiende hasta la caída de Jerusalén: «En el sexto año [de su cautividad, 592], en el mes sexto, a los cinco días del mes, aconteció que estaba yo sentado en mi casa, y los ancianos de Judá estaban sentados delante de mí, y allí se posó sobre mí la mano de Jehová el Señor […] y el Espíritu me alzó entre el cielo y la tierra, y me llevó en visiones de Dios a Jerusalén, a la entrada de la puerta de adentro que mira hacia el norte» (Ezequiel 8:1, 3). Lo que él vio entonces fue una visión de lo que estaba sucediendo en el templo de Jerusalén: había idolatría de la peor clase.

Lo que Ezequiel vio en visión forma parte del mensaje que a continuación entregó a los ancianos sentados ante él, a orillas del río Quebar, cerca de Babilonia. Les mostró lo que le pasaría a Jerusalén y por qué: «Luego me levantó el Espíritu y me volvió a llevar en visión del Espíritu de Dios a la tierra de los caldeos, a los cautivos. Y se fue de mí la visión que había visto. Y hablé a los cautivos todas las cosas que Jehová me había mostrado» (Ezequiel 11:24–25).

En Jerusalén, Jeremías experimentó mucha oposición e incluso encarcelamiento mientras seguía declarando que la ciudad caería ante los babilonios (Jeremías 37–38). Él les aconsejó que cooperaran con ellos, a pesar del deseo del rey de procurar la ayuda de Egipto y sus aliados (Jeremías 27:4–11). Sedequías no podía contener a sus obstinados asesores, por lo cual decidió renegar de su acuerdo con Nabucodonosor, trayendo sobre sí el tercer ataque babilónico en 588 (véase 2 Reyes 24:18–20). Jeremías lo registró así: «En el noveno año de Sedequías rey de Judá, en el mes décimo, vino Nabucodonosor rey de Babilonia con todo su ejército contra Jerusalén y la sitiaron. Y en el undécimo año de Sedequías, en el mes cuarto, a los nueve días del mes se abrió brecha en el muro de la ciudad» (Jeremías 39:1–2).

«Los once años (597–587 a. C.) del reinado de Sedequías se destacaron por el persistente descenso del poder de Judá y los desesperados esfuerzos de Jeremías para evitar el desastre por venir».

Abraham J. Heschel, The Prophets

Sedequías huyó pero fue capturado y traído ante Nabucodonosor, quien —antes de dejarlo ciego y llevarlo encadenado a Babilonia— delante de sus ojos mató a sus hijos y a todos los nobles judíos que lo acompañaban. Entonces, la ciudad y el templo fueron destruidos por fuego; los muros, derribados; y la mayoría de los sobrevivientes, tomados cautivos. Solo se dejaron allí algunos pobres para que trabajaran en los campos y viñedos (versículos 4–10).

Leemos del conocimiento de estos hechos por parte de Ezequiel en dos pasajes por separado: «Vino a mí palabra de Jehová en el año noveno, en el mes décimo, a los diez días del mes, diciendo: Hijo de hombre, escribe la fecha de este día; el rey de Babilonia puso sitio a Jerusalén este mismo día» (Ezequiel 24:1–2). «Aconteció en el año duodécimo de nuestro cautiverio, en el mes décimo, a los cinco días del mes, que vino a mí un fugitivo de Jerusalén, diciendo: La ciudad ha sido conquistada» (Ezequiel 33:21).

Los profetas mayores: Epílogo

Jeremías sobreviviría; confinado como estaba en la prisión de la corte y liberado luego por orden de Nabucodonosor, se le permitiría decidir si quedarse en la tierra o irse a Babilonia (Jeremías 39:11; 40:1–5). Provisionalmente, Jeremías optó por quedarse en la tierra, por entonces gobernada por Gedalías, judío designado por el rey (40:5–6). Cuando el gobernador fue asesinado y la gente quiso escapar a Egipto por temor a la respuesta de Babilonia, Jeremías intentó disuadirlos, profetizando su destrucción si persistían (capítulos 41–42). La insistencia de ellos ocasionó que también Jeremías fuera llevado a Egipto, donde siguió profetizando en contra de esa decisión de ellos, diciéndoles que Nabucodonosor vendría contra el soberano de Egipto y contra los de Judá que habían huido a ese país (43:10–11; capítulo 44).

Después de este punto, nada más se dice sobre dónde se encontraría Jeremías. Su libro concluye con una serie de oráculos en contra de las naciones circunvecinas de Israel y con una profecía sobre la caída de la propia Babilonia (capítulos 46–51). Esto es similar a las profecías dadas por Ezequiel acerca de muchas de esas mismas naciones (Ezequiel 25–32).

Una posdata agregada a los escritos de Jeremías alrededor del año 560 resume la caída de Jerusalén y explica la liberación de Joaquín de su encarcelamiento en Babilonia a la muerte de Nabucodonosor (capítulo 52). En cuanto a Ezequiel, sabemos que profetizó mucho acerca de la próxima restauración de las dos casas de Israel en la segunda mitad de su libro y declaró una última profecía sobre Egipto (Ezequiel 29:17–21) antes de que los babilonios invadieran esa nación.

Tanto Jeremías como Ezequiel desempeñaron roles fundamentales al expresar la voluntad de Dios para el reino de Judá en cumplimiento de las profecías sobre la cautividad transmitidas mucho antes en Levítico y Deuteronomio. Ellos también predijeron la restauración de ambas casas de Israel, norte y sur. Hasta qué grado eso ocurrió al regresar sus remanentes después de 70 años lo examinaremos en una futura entrega de esta serie. La próxima vez, completaremos nuestro estudio de la segunda división principal de las Escrituras hebreas, al repasar la vida y obra de los profetas menores.