La Caída y el Surgimiento del Imperio Romano

El que alguna vez fue el invencible Imperio Romano se tambalea al borde del colapso. ¿Acaso la idea de que los humanos pueden convertirse en dioses-salvadores sobrevivirá al fin del imperio? ¿Podrán sus afirmaciones de contar con la aprobación de Dios hacer eco en otros reinos y en otras épocas?

Para los habitantes de Roma del siglo IV la idea de que su civilización pronto se colapsaría era remota, casi tan remota como sería para los británicos la posibilidad de que su imperio del siglo XIX se disolvería en tan solo unas décadas, después de no una, sino dos guerras mundiales sin precedentes. Así también hoy parece casi impensable que en algún momento en el futuro cercano los Estados Unidos dejen de ser la dominante potencia que ahora es. Sin embargo, el hecho es que ningún imperio o superpotencia en la historia ha sido capaz de impedir su propia desaparición.

Para los romanos, el fin de su imperio parecía totalmente imposible. Como había pasado con cada una de las potencias imperiales anteriores, su dominante influencia se había expandido como una mancha por vastas áreas del mundo conocido. Su arquitectura, su vestir, su idioma, su moneda, su destreza militar, la forma que adoptaron del cristianismo y, sobre todo, su gobierno, estaban por doquier. Ellos se habían convertido en la civilización; pero, para algunos cuantos que podían darse cuenta de la realidad, las señales de la desintegración interna ya estaban presentes desde hacía décadas. 

TEODOSIO EL CRISTIANO

La caída del Imperio Romano de Occidente se data tradicionalmente en el año 476 d.C., cuando los llamados bárbaros saquearon Roma, pero en realidad fue la muerte del emperador cristiano Teodosio el Grande en el 395 la que inició lentamente su colapso. De hecho, él fue el último emperador en gobernar un Imperio Romano unificado antes de la desaparición del Occidente. Como John Julius Norwich señala, «desde el momento de su muerte, el Imperio de Occidente se embarca en su inexorable decadencia de ochenta años, convirtiéndose en la presa de los germanos y de otras tribus que les fueron asfixiando cada vez más» (Breve historia de Bizancio, 1988).

Durante su mandato, Teodosio había puesto en marcha ciertas prácticas religiosas que se concretarían en los siglos por venir. Fue él, por ejemplo, quien introdujo el término Cristiano Católico en la vida religiosa cristiana de Roma. Aunque Ignacio fue quien utilizó por primera vez la palabra católico en el año 110 para describir la Cristiandad como un todo, Teodosio ahora hacía una importante distinción: en el 380 emitió un edicto definiendo a un Cristiano Católico como alguien que creía en la consubstancialidad de la Trinidad de acuerdo con el Credo de Nicea). Además anate-matizó a todo aquél que no lo fuera, refiriéndose a ellos como «locos y tontos», y ordenó que «lleven el ignominioso nombre de herejes… que reciban, primero, la divina venganza, y segundo, el embate de nuestra propia autoridad, la cual nos ha sido otorgada conforme a la voluntad del cielo». En esta ocasión, como en la Primera y Segunda Parte de esta serie, seremos testigos de un gobernante que utiliza el cumplimiento con los códigos religiosos concebidos por los hombres para subyugar a unos y manipular a otros en el nombre de Dios.

Pero incluso la autoridad del emperador tenía límites. En un acontecimiento que demostró ser un punto crucial en la historia, se consideró que el gobernante cristiano había ido demasiado lejos. Fue alrededor del año 390 cuando la población de Tesalónica, objetando al alojamiento de las tropas bárbaras de Roma en ese sitio, asesinó al capitán godo. El indignado Teodosio ordenó que la ciudad fuera castigada. Aunque pronto retiró la orden, su revocación llegó demasiado tarde para evitar la muerte de siete mil ciudadanos en una masacre ocurrida en el hipódromo local. El obispo de Milán, Ambrosio, quien en ese momento era más poderoso que el obispo de Roma, se rehusó a dar la comunión al emperador hasta que se arrepintiera públicamente. Era la primera confrontación de esta índole en el imperio cristianizado en la que un líder espiritual se oponía a uno temporal y ganaría la partida. Teodosio vestido de cilio acudió con Ambrosio a pedir perdón. Norwich observa que: «Fue un momento decisivo en la historia de la cristiandad…, la primera vez que un príncipe cristiano era sometido públicamente a juicio, condenación y castigo por una autoridad que él mismo reconocía como superior a la propia». Pero no sería la última vez puesto que el poder temporal de la jerarquía religioso crecía dentro de las fronteras del imperio. 

EL ATAQUE AL IMPERIO

La primera de las tribus bárbaras que vivía dentro del imperio y que se levantó en contra de Roma después de la muerte de Teodosio fueron los visigodos. Ellos invadieron Italia en el año 401 bajo las órdenes de su líder, Alarico, un hombre que había luchado tanto a favor como en contra de Roma en los últimos años. Aunque Alarico no estaba interesado en derrocar a la sociedad romana (su meta era encontrar en ella un hogar seguro y a la vez independiente para su pueblo), sitió la capital tres veces. Cuando se le terminó la paciencia con respecto a la negativa de Roma de llegar a un acuerdo, el tercer sitio de la ciudad terminó con su saqueo en el 410. Pero el progreso de Alarico y el de su pueblo terminaron pronto a raíz de su muerte después de una enloquecedora fiebre.

Luego vinieron los hunos siguiendo a su líder, Atila, «el Azote de Dios». En el año 452 él y sus hordas irrumpieron en Italia y capturaron muchas ciudades. Durante su avance hacia Roma se detuvo de súbito, salvando a la ciudad del colapso, al menos por un tiempo. Un año después Atila murió de una hemorragia y al pueblo huno se le negó la victoria obtenida con su más grande líder.

Los vándalos fueron el tercer pueblo bárbaro que atacó a Roma. Establecidos en España a principios del siglo V, en el año 429 tomaron los territorios de Roma del norte de África y llegaron a un acuerdo mediante el cual lograron el reconocimiento del Senado como miembros legítimos del imperio. Su rey, Genserico, pronto violó el acuerdo y declaró un reino independiente centrado en Cartago. La oportunidad de los vándalos llegó en el año 455 con el fallecimiento del emperador Valentiniano III y zarparon para atacar a la misma Roma. Saquearon la ciudad durante más de dos semanas llevando su riqueza a su capital en el norte de África, incluyendo las vasijas que habían tomado del templo en Jerusalén después de su destrucción en el 70 d.C.

Roma continuó con dificultades por otros 20 años hasta que Orestes, comandante del ejército en el Occidente, se levantó en contra del nuevo emperador, Julio Nepote. Estableciéndose a sí mismo como una persona de gran influencia, Orestes promovió a su propio hijo como emperador. Los mercenarios bárbaros, en quienes había dependido el ejército durante muchos años, ahora presionaban a Orestes para que les diera más territorio. Cuando éste se rehusó, postularon a un miembro de una tribu germánica, el escirio Odoacro, como el nuevo Augusto. En la lucha subsiguiente Orestes fue obligado a huir y luego sería asesinado. A su vez, su hijo, Rómulo Augústulo, fue forzado a abdicar. Así fue como Odoacro y sus hombres participaron en el fin del imperio en el Occidente en septiembre del 476. 

EL PODER, EL PAPADO Y LA RECONCILIACIÓN

Aunque el mimo Odoacro se rehusó a nombrar a un emperador en el Occidente (se veía a sí mismo restaurando el impero a un solo gobernante, ahora residente en el Oriente), su acción significaría que el pueblo romano pronto se acostumbraría a no tener una autoridad imperial local. Pasarían 60 años antes de que un nuevo líder, Justiniano, se levantara para reconquistar Italia en el nombre de Roma.

Mientras tanto, el vacío resultante en el poder llevó al surgimiento del importante y duradero poder político del papado. De acuerdo con Norwich, «los hombres buscaron otra figura paterna… Y así ascendieron al Obispo de Roma, quien ya era el Primado de la Cristiandad, le invistieron de autoridad temporal y espiritual, y le rodearon de gran pompa y del ceremonial semi-mítico que antes estaba reservado para los emperadores. La edad del Papado medieval había comenzado». Poco a poco el papado asimiló el modelo imperial romano como su forma de gobierno y adoptó los antiguos títulos romanos como el de Pontifex Maximus, al igual que otros nuevos como «Santo Padre» y «Vicario de Dios y Vicario de Cristo» (colocándose en lugar de Dios y de Cristo en la tierra). No es de sorprender que, con el paso del tiempo, los líderes de la iglesia se convirtieran en personajes de gran influencia en la política mundial.

Entretanto, en los años que transcurrieron después de que Odoacro destituyera al emperador en el Occidente, surgió un gobernante en el Oriente cuyo origen campesino en Tracia parece contradecir los logros de su reino: Justino fue un héroe militar, pero también era analfabeto e inculto. La razón de su éxito radica en su sobrino e hijo adoptado, Justiniano, a quien permitió que guiara la creación y ejecución de la política. De hecho, de acuerdo con algunas versiones, Justiniano bien pudo haber confeccionado el ascenso de su tío al poder.

Uno de los grandes logros del mandato de Justino fue la reconciliación con el papado después de 35 años de cisma provocada por el debate teológico acerca de la naturaleza de Cristo. Pero fue gracias a la exhortación de Justiniano que se cerró la brecha, un resultado que más tarde encuadraría con su propia búsqueda de un Imperio Romano reunificado y reactivado. La filosofía política de Justiniano puede resumirse en la frase «un Dios, un Imperio, una Iglesia».

A finales del reinado de Justino las piezas ya se encontraban en su lugar para el retorno de los días dorados del imperio. Sus súbditos se encontraban, según palabras de Norwich, listos para «una era en la que, una vez más bajo un Dios benevolente representado por un Emperador noble y deslumbrante, recuperaría sus territorios perdidos y recobraría su grandeza pasada». En abril del 527 Justiniano y su esposa, Teodora, fueron nombrados co-emperador y emperatriz. Justino murió en agosto, pero dejó una pareja para que gobernaran juntos por 21 años y luego Justiniano sólo por otros 17.

RESTABLECIMIENTO DE LA RELIGIÓN Y DE LA LEY

Durante su mandato, Justiniano buscó la remodificación de toda la ley romana, intentando eliminar todas las contradicciones y hacerla coincidir con la enseñanza Cristiana Romana. En el año 529, después de sólo 14 meses, el nuevo código estaba listo y se convirtió en la autoridad definitiva para todo el imperio.

Justiniano también expandió el programa de construcción que había comenzado bajo el mandato de su tío. Su devoción a María, la madre de Cristo , a quien un concilio de la iglesia había declarado como la Madre de Dios un siglo atrás, fue evidente con la construcción de una gran iglesia en su nombre en Jerusalén. Justiniano fue responsable de muchas otras edificaciones religiosas, incluyendo monasterios e iglesias dedicadas a los mártires, y reconstruyó la famosa iglesia de la Divina Sabiduría después de un desastroso incendio. Hoy se encuentra aún de pie la que por siete siglos fue la iglesia más grande de toda la cristiandad. Cuando Justiniano entró a la nueva edificación para su inauguración, se quedó de pie en silencio por un momento antes de realizar una grandiosa afirmación en referencia al constructor del primer templo de Jerusalén: «Salomón, os he superado».

La política religiosa del emperador estuvo basada en la unidad de la iglesia y el Estado, y en la creencia de que el imperio era el equivalente físico de su contraparte celestial. Justiniano se consideraba a sí mismo como el viceregente de Cristo en la tierra y el defensor de la fe ortodoxa. A este respecto, fue consistente con la propia imagen de los emperadores anteriores: se consideró a sí mismo como una clase de salvador religioso. Por esta razón se propuso proteger a sus súbditos católicos en contra de sus contrapartes cristianas arrianas en todo el imperio. Los arrianos afirmaban que Cristo era meramente el mayor de los seres creados y que no estaba hecho de la misma sustancia de Dios.

Conforme pasó el tiempo, las preocupaciones teológicas atraían cada vez más la atención de Justiniano. Entre sus leyes se incluyó el establecimiento de la festividad no bíblica de la Navidad como fiesta nacional y fijó el 6 de enero como la fecha de la Epifanía (celebrada por algunos como la conmemoración de la visita de los Magos a Jesús y por otros como el aniversario de Su bautismo). 

RECUPERACIÓN DEL TERRITORIO CRISTIANO

Cualesquiera que fueran sus demás intereses, Justiniano dedicó más tiempo a los territorios perdidos del imperio en el Occidente que a cualquier otra causa. Creía que era su responsabilidad recuperar el dominio de la cristiandad.

Primero vino la recaptura de Cartago que estaba en posesión de los vándalos. Cuando el general victorioso de Justiniano, Belisario, regresó a Constantinopla, se le dio la bienvenida de un héroe, y trajo consigo el botín de guerra, que iba de los jefes vándalos a la menorah, el candelabro de siete brazos del templo de Jerusalén. Justiniano, cuya naturaleza supersticiosa fue avivada por las advertencias de la comunidad judía, regresó el candelabro y otras vasijas del templo a Jerusalén antes de que fuera víctima de la mala fortuna.

La recaptura de Italia de manos de los ostrogodos resultó ser una tarea más difícil que consumió la mayor parte de lo que quedaba del reino de Justiniano. A diferencia del norte de África, donde Genserico había reinado de manera independiente, Italia estaba gobernada como un territorio imperial a cargo de un virrey. Al final, después de lo que parecieron interminables batallas, sitios y contraataques, Italia volvió a formar parte del Imperio Bizantino, aunque del otro lado del Mediterráneo, Justiniano tuvo menos éxito. Sin embargo, aunque no logró conquistar a toda España, el emperador pudo decir al final de su mandato que había restaurado el imperio desde el Mar Negro hasta el Atlántico.

¿Esto califica a Justiniano como un gran emperador? Norwich lo describe como vanidoso, celoso, de poca fuerza de voluntad, vacilante, dominado por su esposa, paranoico e iracundo, pero también como trabajador y devoto a su iglesia y a su teología. Aún así, aunque profesó los valores cristianos, no tuvo reparo en exterminar a uno de los competidores de su tío ni en permitir la matanza de 30,000 de sus súbditos como castigo por la insurrección. Justiniano fue un hombre que gobernó autocráticamente con todo lo que acompaña al poder, rodeándose de «gran pompa ceremonial» y participando en «suntuosas procesiones».

No obstante, debido a todas sus fallas y fracasos, el estilo de gobierno imperial de Justiniano no se vio ni en el Imperio Bizantino ni en ninguna otra parte sino hasta más de 200 años más tarde cuando surgió otro rey, cuyos territorios conquistados se aproximarían al perfil del viejo Imperio de Occidente. 

ALIANZA CON LOS FRANCOS

En el siglo VIII el papa y sus territorios quedaron bajo la presión de los lombardos quienes, tras la muerte de Justiniano, habían emigrado a Italia desde el norte en el área del Nórico y Pannonia (aproximadamente lo que hoy es Austria y parte de Hungría), poniendo fin a su reactivado Imperio Romano.

Atrapado entre los lombardos por ambos costados y en desacuerdo con ellos por cuestiones doctrinales, el Papa Esteban II buscó la seguridad en otra parte. Volvió su mirada a los francos cristianos romanos, quienes se habían convertido en los pueblos bárbaros más exitosos después del fracaso del imperio en el Occidente. Su territorio bajo la dinastía Carolingia abarcaba gran parte de la moderna Francia, Suiza y Alemania occidental cuando el papa cruzó los Alpes en el año 754 para buscar la ayuda de Pipino III. El rey acordó proteger al líder de la Cristiandad de Occidente y, a cambio, el papa nombró a Pipino, a su esposa y a sus hijos como la nueva familia real de Francia, y asimismo nombró a Pipino «Patricio de los romanos». Esto dio a los Carolingios una enorme legitimidad religiosa y les abrió la puerta para que se establecieran dentro de Italia como los defensores del Cristianismo Romano.

EL GRAN CARLOS

Después de la muerte de Pipino en el año 768, su hijo Carlomagno expandió grandemente el territorio franco. Creyendo en el poder de la espada para extender y defender al cristianismo, rápidamente concluyó la guerra en Aquitania, derrotó a los lombardos (774), se apoderó de su corona y convirtió a su hijo en sub-rey de Italia (781). Luego siguieron exitosas campañas en contra de los sajones (concluidas en el 797), a quienes convirtió al cristianismo; la anexión de la ya cristiana Baviera (788) y la sujeción de los ávaros (796) en el área al este de Baviera y de lo que hoy es Austria. Pronto el territorio del único rey cristiano en el Occidente se extendió del Mar del Norte al Adriático. Esto dio al papado la oportunidad de convertir a los nuevos territorios al norte y centro de Europa. La reputación de Carlomagno era tal que el patriarca de Jerusalén le nombró protector de los lugares santos y le dio las llaves del Santo Sepulcro.

Carlomagno visitó Roma por primera vez en la Pascua del 774. Para señalar su lealtad al Cristianismo Romano, el rey subió de rodillas para conocer al papa, besando durante su ascenso cada escalón de la gran escalinata de la Basílica de San Pedro. Ese mismo año el rey franco confirmó al Papa Adriano I el regalo de Pipino de los territorios al centro de Italia, creando así los Estados Pontificios. La derrota de los lombardos en manos de Carlomagno alrededor de la misma época provocó que el papa le nombrara el nuevo Constantino.

«Los reinos del mundo le obedecerían, los Cielos y la Tierra se alegrarían; un nuevo Constantino irradiaría en el universo».

Kantorowicz, Laudes Regiae

El día de Navidad en el año 800 Carlomagno regresó a la ciudad. Mientras se levantaba después de celebrar misa en la Basílica de San Pedro, el Papa León III colocó la corona imperial sobre su cabeza y le consagró como emperador de los romanos. Al parecer el momento había sido previamente acordado en el verano del 799 en Paderborn, Sajonia. Una insurrección en Roma, dirigida en contra del papa, le había traído a la corte de Carlomagno para solicitar su ayuda. Como protector de la Cristiandad del Occidente, el rey no pudo rehusarse.

Pero la retribución del emperador por su voluntad de ayudar tuvo una relevancia mucho mayor que la derrota de los rebeldes romanos. El historiador italiano, Alessandro Barbero, señala que el pueblo de Roma debía aclamar a Carlomagno como emperador, «igual que como en épocas pasadas habían aclamado a Augusto y a Constantino. Así el rey franco se convertiría en sucesor de los emperadores romanos…». Así renació el Imperio Romano de Occidente en el año 800. De acuerdo con la profesora de historia medieval, Rosamond McKitterick, la coronación de Carlomagno fue «un acto que tendría repercusiones ideológicas de gran alcance en los siglos venideros» (Atlas of the Medieval World, 2003). Al menos hasta la caída de los Estados Pontificios en 1870, si no es que incluso después, «el ideal del imperio Carolingio, con sus connotaciones del mandato imperial romano y cristiano que emulaba al de Constantino y Teodosio, jugó un poderoso papel en la ideología política de Europa», escribe McKitterick. El acto de León fue ciertamente algo fuera de lo ordinario. Ningún papa se había envestido antes de tal poder. Él asumió el derecho de nombrar al emperador de los romanos. El papa se había elevado por encima de su protector.

Además del papel de León en su ascenso, Carlomagno se interpretó a sí mismo como el resultado de un nombramiento divino y como el responsable de difundir y apoyar la religión Cristiana Romana en todo su imperio. El uso del latín en los monasterios, las abadías, las iglesias y las escuelas religiosas fue una de las evidencias de la continuidad del pasado romano. Los esfuerzos de Carlomagno por organizar los asuntos eclesiásticos, de acuerdo con McKitterick, «demostraron ser en el largo plazo un medio eficaz para el imperialismo cultural y para la expansión de la influencia franca y del cristianismo latino». En el 794 el rey incluso logró unificar la moneda europea al reformar el sistema monetario —algo que los europeos modernos apenas recientemente han comenzado a reinstituir.

El que Carlomagno se viera a sí mismo en términos imperiales incluso antes de su coronación en Roma queda demostrado por su palacio en Aquisgrán, casi completado para el 798 y diseñado para competir con Roma, Constantinopla y Rávena (la «segunda Roma» en el Occidente).

Sin importar cómo concibiera su papel, la masacre del emperador de 4,500 sajones rendidos y desarmados fue causa de una mancha negra en su reputación. De acuerdo con Barbero, Carlomagno se vio a sí mismo como el David bíblico luchando con los enemigos paganos, así que no fue difícil imaginar que se justificara con el Antiguo Testamento, «de donde el rey obtenía una constante inspiración». Pero al igual que otros gobernantes que forzaron cruelmente la ortodoxia no bíblica prevaleciente, las feroces reacciones de Carlomagno ante el incumplimiento de los sajones fue más allá del espíritu y las enseñanzas del Nuevo Testamento. Barbero señala que «la más feroz de todas las leyes promulgadas durante su vida, la Capitulare de partibus Saxonie, …imponía la pena de muerte a cualquiera que ofendiera a la religión cristiana y a su clero». En un ejemplo específico, quienes no ayunaban el viernes eran ejecutados. Él fue, como su consejero espiritual Alcuinio lo expresó, «un jefe cuya devoción jamás cesó de fortalecer la fe católica con firmeza evangélica en contra de los seguidores de la herejía». (Consulte «Ortodoxia: ¿Otra herejía?»).

Hasta ahora hemos visto en la serie que la asociación de los gobernantes con la creencia o la práctica religiosa revela poco más que una conveniencia. Los hombres en el poder supremo han explotado a todas las religiones y a sus adeptos, desde el paganismo romano hasta el cristianismo romano. Asimismo, han imaginado que el manto del dios-salvador ha sido puesto sobre sus hombros, en gran medida en detrimento de quienes no aceptaron su estado divino (impuesto por ellos mismos) de árbitros de la ortodoxia.