Corazones Entenebrecidos

Mientras los visitantes extranjeros salían rápidamente de Les Invalides hacia la luz del sol parisiense el día 23 de junio de 1940, un fotógrafo capturó una extraordinaria escena. El hombre del centro estaba cubierto casi por completo por un largo abrigo blanco mientras que todos los demás vestían de negro. De acuerdo con el crítico de arquitectura, Deyan Sudjic, se trataba de «una figura mágica que irradiaba luz, como el Rey Sol rodeado por simples mortales perdidos en la oscuridad» (The Edifice Complex, 2005). Para ésta, su visita triunfal a París, Adolfo Hitler había elegido ir acompañado no por los líderes del ejército nazi, sino sólo por dos arquitectos y un escultor: Albert Speer, Hermann Giesler y Arno Breker.

El Führer había aspirado primero a convertirse en artista y luego en arquitecto, pero durante su juventud en Viena no cubrió los requisitos de ingreso para ninguno de los programas de estudios. Ahora, después de mirar hacia abajo a la Tumba de Napoleón (el templo del pretenso mesías del siglo anterior), pidió a su escultor personal que diseñara algo mucho más impresionante para él cuando llegara su hora, algo ante lo cual las personas tuvieran que mirar literalmente hacia arriba. Napoleón había tratado de conquistar el mundo y había fallado; Hitler estaba decidido a lograrlo.

«Hitler quería a la antigua Roma y Speer hizo todo lo posible por dársela». 

Deyan Sudjic, The Edifice Complex

Con la victoria nazi sobre Francia para vengar la aplastante humillación de Alemania en la Primera Guerra Mundial, el Tercer Reich ahora se extendía desde el Atlántico hacia la frontera de Rusia. En este día el resplandeciente y egomaníaco Führer pudo dar a conocer su disposición, según observa Sudjic, «para rediseñar al mundo». Como el más grande arquitecto de la humanidad, «Hitler deseaba que la antigua Roma y Speer hicieron todo lo posible por hacerlo realidad».

Éste es un deseo familiar entre los políticos de desmesurada ambición: el cambiar el mapa conforme a la antigua tradición romana. Unos años atrás otro pretenso Apolo había afirmado algo similar. El fascista, Benito Mussolini (Il Duce) llegó al poder como el primer ministro de Italia un decenio antes del nombramiento de Hitler como canciller Nacional Socialista de Alemania. En abril de 1922, siete meses antes de que el Rey Víctor Manuel III le pidiera que formara un gobierno, el Duce pronunció un discurso definitivo. Dijo en parte que «Roma es nuestro punto de partida y de referencia; es nuestro símbolo o, si así lo prefieren, nuestro mito. Soñamos con una Italia romana… fuerte e inteligente, disciplinada e imperial. ¡Gran parte del espíritu inmortal de la antigua Roma renace en el fascismo!».

De acuerdo con el especialista del Vaticano, Peter Godman, para la época de este discurso la retórica de Mussolini «ya había adquirido un tono místico y mesiánico… Deseaba que se le considerara como un nuevo Augusto, un segundo César… La tarea demandaba a un superhombre. Del otro lado del paraíso que Mussolini buscaba establecer en la tierra se luchaba contra los enemigos demoníacos de los liberales, los demócratas, los socialistas, los comunistas y (más tarde) los judíos. No obstante, él triunfaría en contra de estos enemigos de la humanidad, pues no sólo era César Augusto, sino también el Salvador».

Desde su punto de vista, tanto el Führer como el Duce se enfrentaban a enemigos semejantes. También compartían delirios similares y públicos con necesidades parecidas. En su ampliamente aclamada biografía de Hitler, el historiador, Sir Ian Kershaw, escribe que para 1936 la «narcisista auto-glorificación [de Hitler] había crecido inmensurablemente bajo el impacto de la cuasideificación proyectada en él por sus seguidores. Para este tiempo ya se consideraba infalible… El pueblo alemán había moldeado este desmedido orgullo personal del líder y estaban a punto de entrar a su máxima expresión, la mayor apuesta en la historia de la nación: adquirir un dominio completo del continente europeo». En su camino de cuatro años a París Hitler ocupó Renania, anexó a Austria y Checoslovaquia e invadió Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Justo antes de la caída de Francia Mussolini aportó tropas a los esfuerzos de Hitler de acuerdo con el pacto que él y el Führer habían firmado.

Mussolini y Hitler estaban decididos a recrear al mundo en respuesta a lo que consideraban como los retos y oportunidades de su época: la revolución bolchevique, el periodo subsiguiente a la guerra mundial, la inestabilidad económica y social, el fervor nacionalista y la demanda pública de un liderazgo carismático y que resolviera sus problemas. Aunque es innegable el hecho de que sus propias necesidades psicológicas jugaron un papel fundamental en sus intenciones, jamás hubieran alcanzado tal nivel de poder si gran parte de su público no les hubiera brindado el apoyo necesario.

Es suficientemente espantoso que Mussolini provocara la muerte de un millón de personas, pero el sufrimiento causado por Hitler era inimaginable, y no sólo por el número de muertos del que fue causa (tan sólo de judíos se habla de alrededor de 6 millones), sino por la naturaleza patológica de su odio y su crueldad, así como por el hecho de que no le importaba en lo absoluto el individuo, fuera alemán o de cualquier otra nacionalidad. La humanidad fue su víctima. En resumen, la magnitud del mal perpetrado por estos dos dictadores y el vil fracaso de sus presuntuosos planes demostró que se trataba de falsos mesías del primer orden, dejando a los sobrevivientes tambaleándose al borde del abismo.

SUS PRIMEROS AÑOS

Mussolini nació en 1883 en Dovia, cerca de la costa adriática nororiental de Italia, hijo de Alessandro, un herrero, y Rosa, una maestra. Su padre era un activista político, un seguidor de causas socialistas y un aficionado a las borracheras; mientras que su madre era tradicionalmente religiosa y educó a su hijo en la doctrina católica romana.

Siguiendo los pasos de su padre, Benito fue primero un socialista y llegó a dirigir el ala izquierda del partido. Como editor del periódico socialista, Avanti, se opuso a la guerra de Italia contra Libia (1911–1912), pero fue expulsado del partido al estallar la Primera Guerra Mundial cuando se convirtió de pronto en un intervencionista y apoyó la participación de su país. El nacionalismo ahora ocupaba el lugar del socialismo en su vida. Comenzó su propio periódico, Popolo d’Italia, y pronto se unió al ejército. Al regresar de la guerra como cabo, reunió a sus compañeros veteranos en una nueva organización militarista derechista, la Fasci di combattimento, dedicada al terrorismo político y a la violenta restauración del orden. En 1921 fue electo parte del parlamento como miembro del recién reconocido Partido Nacional Fascista.

Seis años después del nacimiento de Mussolini nació Adolfo Hitler en Braunau, en la frontera austriaca con Alemania, siendo el cuarto hijo de una madre devota y piadosa, y de un padre severo y autoritario. Su crecimiento comprometido en manos de su padre, Alois, un disciplinario de mal temperamento que disfrutaba de la bebida social y de su muy atenta madre, aunque en extremo ansiosa, Klara, jugó un papel significativo en el desarrollo del perfil psicológico adulto de Hitler (aunque sigue siendo esquivo un vínculo definitivo con su odio posterior e incesante a la humanidad). Sus años de adolescencia fueron infelices y estuvieron llenos de fracasos debido a que la familia se mudaba con frecuencia y él debía repetir un examen tras otro, hasta que terminó por salirse de la preparatoria. La muerte de su padre en 1903 sobre su bebida matutina en el weinhaus local no le conmovió, mas la muerte prematura de su madre cuatro años después debido a cáncer de seno le dejó consternado.

Lleno de ilusiones de grandeza, al joven Adolfo le resultó difícil aceptar la pérdida, la corrección o el fracaso. La pereza, la depresión, la ira y la cólera fueron sus respuestas comunes a la falta de éxito. Así, al llegar la declaración de la Primera Guerra Mundial, la vio como una oportunidad para sus fines personales. Aunque un año atrás había evitado el servicio militar en Austria huyendo a la frontera con Múnich, decidió unirse al ejército bávaro. Su valentía como un mensajero del rango de cabo en el frente occidental fue doblemente recompensada con la Cruz de Hierro. Tras quedar temporalmente ciego por gas mostaza en 1918, se recuperó en un hospital militar antes de regresar a Múnich para esperar la desmovilización.

Incapaz de encontrar trabajo, Hitler y otros veteranos se sumergieron en la vida política del ala derecha en el Partido Obrero Alemán. La guerra había incrementado su extremismo nacionalista y ahora Hitler culpaba por completo a los judíos y marxistas del fracaso de Alemania. Sus habilidades retóricas pronto fueron reconocidas y comenzó un ascenso meteórico a la fama. Para 1921 ya era presidente del recién denominado Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP o partido Nazi).

En este punto de su viaje ni Mussolini ni Hitler mostraron algún indicio del inmenso impacto que pronto habrían de tener en el mundo entero. De no ser por el entorno especial de la posguerra de Italia y Alemania, ninguno hubiera alcanzado un alto cargo. Fue la combinación de ciertas necesidades públicas y de las aspiraciones individuales de ambos hombres en un orden social extraordinariamente inestable lo que dio lugar a su advenimiento totalitario.

EL FANFARRONEO DEL DUCE

Mussolini se convirtió en primer ministro después de su tan celebrada «Marcha sobre Roma» en octubre de 1922, pero dicho acontecimiento no fue de la magnitud que su propaganda expresó. Bajo sus órdenes, cuatro líderes fascistas y sus tropas se encaminaron hacia Roma, mientras que él permaneció en su hogar en Milán listo para escapar a Suiza en caso de que sus planes fracasaran. El Rey Víctor Manuel más tarde señaló que hasta 100,000 de los Camisas Negras de Mussolini se habían reunido desde los cuatro puntos de la ciudad. Diversas fuentes fascistas reportaron entre 50,000 y 70,000. La realidad es que las fuerzas gubernamentales detuvieron a cerca de 20,000 soldados fascistas malamente equipados, hambrientos, mojados y desaliñados, de los cuales alrededor de 9,000 llegaron más tarde a las puertas de la ciudad. De acuerdo con el historiador alemán, Martin Broszat, «en la historia antigua y moderna difícilmente hubo algún intento en Roma que fallara tan miserablemente en sus comienzos».

Era una gran apuesta, pero a pesar de la debilidad de la marcha el Duce había ganado. Al llegar por tren a Roma el 30 de octubre aceptó la tímida invitación del rey para convertirse en primer ministro. Ésa fue la tan cacareada «toma de poder». Sin embargo, se perpetuó el mito de que Mussolini inició su calendario fascista en 1927 y el 28 de octubre (el aniversario de la Marcha sobre Roma) se denominó el Día de Año Nuevo y se celebró como una fiesta nacional. El 23 de marzo se convirtió en un día santo que celebraba el inicio del fascismo y el 21 de abril marcó el nacimiento de Roma.

LA INSPIRACIÓN DE HITLER

Hitler y el Duce pudieron haberse conocido mucho antes de lo que lo hicieron si Mussolini hubiese sido más abierto a sus emuladores del norte. Aunque había contactos de bajo nivel entre los fascistas alemanes e italianos —muy probablemente los nazis incluso tomaron prestado su saludo de los Camisas Negras (quienes, a su vez, lo tomaron de la antigua Roma)—, un seguidor nazi, el playboy, Kurt Lüdecke, logró tener contacto con el mismo Mussolini justo antes de la Marcha sobre Roma. Era la primera vez que el Duce escuchaba hablar de Adolfo Hitler. Este último, por su parte, cada vez más impresionado por el éxito de Mussolini, esperaba sostener una reunión con él para obtener su apoyo financiero y lo describió como «incomparable» y «brillante estadista». Quedó aún más complacido cuando sus propios seguidores comenzaron a referirse a él como el Mussolini de Alemania o incluso como el nuevo Napoleón.

«Su carisma hacia la hombría alemana era como un llamado a las armas, el evangelio que predicaba como una verdad sagrada. Parecía otro Lutero… Me llenó de un júbilo que sólo se podía comparar con una conversión religiosa… Me había encontrado a mí mismo, a mi líder y a mi causa».

Kurt Lüdecke citado por Ian Kershaw, Hitler, 1889–1936: Hubris

En diciembre de 1922 el órgano del partido nazi, el periódico Völkischer Beobachter dijo por primera vez que Hitler era un líder especial y el líder que Alemania esperaba. La necesidad públicamente expresada comenzaba a coincidir con las ambiciones del mismo Hitler. Unos meses después el editor del periódico, Dietrich Eckhart, reconociendo la irresistible pasión de Hitler por el liderazgo, habló con un amigo acerca de que tenía una «megalomanía mitad complejo de Mesías y mitad neronismo». Su comentario se basaba en la observación de Hitler tras una visita a Berlín en la cual se indignó por su decadencia: «casi me imaginé a mí mismo como Jesucristo cuando llegó al Templo de su Padre y encontró a los cambistas».

Aunque Hitler aparentemente aún no se consideraba mayor que Juan el Bautista en comparación con el salvador necesitado, había un indicio de lo que habría de presentarse a finales de 1923, cuando comentó al Daily Mail de Londres: «Si Alemania recibe un Mussolini alemán… la gente se arrodillaría para adorarle más de lo que Mussolini jamás ha sido adorado».

«Si Alemania recibe un Mussolini alemán… la gente se arrodillaría para adorarle más de lo que Mussolini jamás ha sido adorado».

Adolf Hitler, citado por Ian Kershaw, Hitler, 1889–1936: Hubris

CONDICIONES PARA LOS CULTOS

Aunque Mussolini no se hundió a las mismas profundidades de la depravación genocida y bestial de Hitler, existen muchas afinidades en sus historias, como en aquéllas que surgen de la desesperación pública en tiempos difíciles. Es entonces que la gente brinda un apoyo irracional a las voces radicales, algunas veces convirtiendo a meros hombres en dioses. El biógrafo de Mussolini, Richard Bosworth, escribe: «Para 1914 muchos italianos buscaban un “líder” para abrirse camino entre el compromiso, la confusión y la corrupción que detectaban a su alrededor y, entre un grupo restringido, indudablemente Mussolini se estaba dando a conocer como un posible candidato para ese rol». Pero debido al ingreso de Italia a la Primera Guerra Mundial en 1915 el primer ministro, Mussolini, pudo haber emergido antes. De cualquier manera, tuvieron que pasar algunos años más antes de que los italianos, desesperados por un libertador, escucharan hablar acerca del líder cuyo profundo compromiso era revitalizar a la nación, un hombre que caminaba heroicamente solo o, como señala Bosworth, «un hombre que se convertía en un dios».

Como hemos visto, en Alemania surgieron anhelos semejantes en el despertar de la posguerra de una nación que había perdido su fisonomía y que vivía con dolor, desesperación, desilusión, trastornos sociales e inestabilidad política, las duras indemnizaciones infligidas por los Aliados y el consiguiente desempleo e inflación. La nación estaba lista para las apelaciones radicales. Como parte de una generación de hombres y mujeres perfilada por la violencia de la guerra y cuyas privaciones dieron lugar a las brutalidades ocurridas en «tiempos de paz», Hitler encontró una voz que hacía eco a sus frustraciones más profundas. Además, encontró el dinero para financiar su ascenso. Como amante desde su juventud de la música de Richard Wagner, encontró por casualidad una conexión con la acaudalada comunidad wagneriana en Bayreuth, la población bávara donde el afamado compositor pasó los últimos años de su vida. Dicha comunidad demostró ser un grupo de personalidades de la vida social que encontró en Hitler un personaje lo suficientemente simpático como para brindarle su apoyo financiero y acceso a más personas en el poder.

MARCANDO EL RUMBO

Kershaw señala que fue el éxito del Duce en la Marcha sobre Roma lo que motivó a Hitler a intentar asirse del poder en Baviera en noviembre de 1923, cuando dirigió el fallido golpe de estado conocido como el Putsch de Múnich o Putsch de la Cervecería. Reflejando el dudoso éxito de Mussolini, Hitler comentó que «Así será con nosotros. Sólo necesitamos tener el valor para actuar. ¡Sin lucha no hay victoria!». Más tarde recordó: «No supongamos que lo ocurrido en Italia no influyó en nosotros. Los camisas pardas probablemente no hubieran existido sin los camisas negras. La Marcha sobre Roma de 1922 fue uno de los puntos decisivos de la historia»… Un elocuente testimonio del poder de la propaganda fascista.

Pero cuando colapsó el golpe de Múnich y Hitler fue sentenciado a cinco años de prisión por traición, el Duce no mostró inclinación alguna a forjar una relación con el que parecía simplemente otro grupo de derechistas sin éxito que buscaban su patrocinio.

Aunque Hitler había de cumplir una sentencia total de sólo 13 meses, su tiempo en la razonable comodidad de la Prisión de Landsberg le permitió dictar el primer borrador de la que se convertiría en la biblia nazi: su amarga autobiografía, Mein Kampf (Mi Lucha). Allí derramó su veneno contra los judíos, los marxistas y los eslavos, dio rienda suelta a sus frustraciones en contra de quienes habían castigado a Alemania con su Tratado de Versalles, adoró el poder y explicó en detalle sus planes de dominio mundial. De acuerdo con Kershaw, el trabajar en su libro dio a Hitler la «convicción absoluta de sus propias cualidades cuasimesiánicas y de su misión». Al utilizar frases como Mein Kampf, el biógrafo escribe que para cuando fue liberado de la prisión a finales de 1924, Hitler ya había obtenido «la certidumbre con respecto a que estaba destinado a convertirse en el “Gran Líder” que esperaba la nación, quien eliminaría la “traición criminal” de 1918, restauraría el poder de Alemania y crearía un “Estado germánico de la nación alemana” renacida». Sus retorcidas ideas de una redención nacional a través de los violentos efectos purgantes de una pervertida ciencia religiosa quedaron establecidas… y demasiadas personas estaban listas para suspender su razonamiento crítico y prestarle oído.

Hitler no fue el único nazi en escribir en 1924. Uno de sus admiradores, Georg Schott, publicó un adulador libro que hablaba de él en términos de profeta, genio, persona religiosa, líder político, hombre de voluntad, educador, despertador, libertador y un hombre de humildad y lealtad. Kershaw comenta que allí Hitler «fue convertido en casi un semidiós». Schott escribe también que «Hay palabras que una persona no expresa desde su interior, sino que un dios le inspira a declarar. A estas palabras pertenece esta confesión acerca de Adolfo Hitler… “Soy el líder político de la joven Alemania”». Schott añade que «El secreto de su personalidad reside en el hecho de que en ella lo más profundo de lo que yacía adormecido en el alma del pueblo alemán ha tomado forma para convertirse en características totalmente vivas… Eso se ha mostrado en Adolfo Hitler: la viva encarnación de los anhelos de la nación» (Kershaw, Hitler, 1889–1936: Hubris).

Aunque aún habrían de pasar algunos años más antes de que pudiera alcanzar el poder dictatorial, ya se había trazado el curso que seguiría Hitler, y el terreno ya fértil del culto al Führer estaba por recibir a su planta venenosa.

MANIPULACIÓN RELIGIOSA

Mientras tanto en Italia, con Mussolini en el mandato, el lenguaje adulador estaba empeorando. El grado al que la adulación pública se expresaba en términos religiosos es evidente en palabras de un entusiasta fascista de 1925, de acuerdo con los registros del académico británico, John Whittam: «En un siglo la historia nos podrá decir que después de la guerra surgió un Mesías en Italia que comenzó hablando a cincuenta personas y terminó evangelizando a un millón, que estos primeros discípulos luego se esparcieron por Italia y, junto con su fe, su devoción y su sacrificio, conquistaron el corazón de las masas» («Mussolini and the Cult of the Leader [Mussolini y el Culto al Líder]», New Perspective, marzo de 1998).

Algunos pronto harían comentarios similares acerca de Hitler. Kershaw menciona que los nazis «llegaron tan lejos como para afirmar que el único paralelo histórico con Hitler, quien había comenzado con siete hombres y ahora atraía a una enorme masa, era el de Jesucristo, quien había comenzado con doce compañeros y había creado un movimiento religioso de millones» (El Mito de Hitler).

Es claro que no toda la falta recae en Hitler. La gente se le acercaba; necesitaba de él y él necesitaba de su adulación. Un hombre sujeto a tal adoración no sólo cae presa de ella fácilmente, sino que también puede comenzar a manipular el fervor religioso en servicio del Estado.

El Duce se mostró bastante dispuesto a moderar sus sentimientos anticlericales en busca del poder total. Así, de acuerdo con Whittam, «Mussolini estaba listo para recurrir a tantos símbolos y rituales del catolicismo romano —uno de sus primeros actos como primer ministro fue el restaurar el crucifijo en las aulas escolares—», pero la revolución social que Mussolini buscaba introduciría a los creyentes a una nueva religión diseñada para los nuevos hombres y mujeres fascistas.

Una vez en el poder Hitler también demostraría un uso cínico del cristianismo para expandir su búsqueda, pues aspiraba a crear un nuevo «cristianismo positivo» para reunir a los católicos y protestantes alemanes. No obstante, la figura central en su versión de la fe era un enojado Cristo ario y ciertamente no el Mesías judío. De esta manera, una vez que los judíos fueran aniquilados, la «tarea final» del socialismo nacional sería aterrorizar a la que Hitler denominaba «la rama podrida» del cristianismo.

Así, ninguno de estos líderes permitiría que la cruz rivalizara con las fasces o la suástica.

«Roma es nuestro punto de partida y de referencia; es nuestro símbolo o, si así lo prefieren, nuestro mito. Soñamos con una Italia romana… fuerte e inteligente, disciplinada e imperial. ¡Gran parte del espíritu inmortal de la antigua Roma renace en el fascismo!».

Benito Mussolini, citado por Peter Godman, Hitler and the Vatican

La religión política del Duce también requería una nueva Roma y grandes obras públicas en la ciudad existente; después de todo, ¿acaso él no sería reconocido como el equivalente contemporáneo de Augusto? Pronto destruiría iglesias, edificios y las que consideraba adiciones al arte de siglos pasados, y en su lugar colocaría arte y arquitectura fascistas. Un plan requería una amplia avenida que condujera a un nuevo foro que llevaría su nombre y donde, recordando la construcción de Nerón de una gigantesca imagen del dios sol con su propio rostro, Mussolini planeaba colocar una estatua de bronce de 80 metros de altura (alrededor de 260 pies) de él mismo como Hércules. Aunque ni el foro ni la estatua se completaron, se construyeron muchos edificios públicos, estaciones de ferrocarril, oficinas postales, universidades y fábricas por todo el país, incluyendo templos para los mártires fascistas, con todo y flamas conmemorativas y capillas en todas las oficinas fascistas.

Muchas de las fantasías arquitectónicas de Hitler reflejaban también un trasfondo político-religioso. Planeaba una nueva capital mundial en Berlín llamada Germania, la cual estaría completa para 1950, a tiempo para una feria mundial, e incluía un domo para alrededor de 180,000 personas y un arco triunfal de casi 118 metros de altura (386 pies) al estilo romano… más del doble de la altura del Arco del Triunfo de Napoleón. Pero ¿por qué tan enormes dimensiones? Hitler lo explicó al escribir: «Que el valor de un monumento resida en su tamaño es una creencia básica para la humanidad». Quizá ésta sea la razón, como observa el psicoterapeuta, George Victor, por la que «al llegar al poder, [Hitler] ordenó que se construyera una nueva cancillería para él a tan gran escala que los visitantes sintieran que se encontraban ante la presencia de “El Amo del Mundo”» (Hitler: The Pathology of Evil [Hitler: La Patología del Mal], 1998).

EL DUCE Y EL PAPA

El Vaticano no estaba muy contento con Mussolini removiendo iglesias a fin de hacer lugar para estructuras seculares, pero en 1929 la postura anticlerical del Duce pareció suavizarse un poco y firmó un concordato con el Vaticano. Godman registra que en agradecimiento por el acuerdo, el papa elogió a Mussolini como «el hombre de la Providencia», cuyas acciones conciliatorias habían devuelto a «Dios a Italia, e Italia a Dios». Paradójicamente, su supuesto apoyo al dictador pareció contribuir únicamente a su subsiguiente adulación más que a enfocar la atención del público italiano en Dios.

No obstante, ¿acaso Mussolini realmente había complacido al papa o a la iglesia? Los seguidores fascistas continuaban capitalizando el pronombre personal al referirse a Mussolini y, de acuerdo con Godman, «se postraban ante su “padre espiritual” y “sublime redentor en los cielos de Roma” mientras proclamaban su fe en su infalibilidad». El Duce «pretendía desdeñar estos homenajes y calladamente los alentó». Además, la apertura en 1930 de una escuela de «fascismo místico» en Milán con el objeto de extender el culto del líder no hizo nada por demostrar que Mussolini había descubierto la humildad. En 1932, presionado por dar una definición del fascismo, escribió: «El fascismo es una concepción religiosa de la vida… que trasciende a cualquier individuo y le eleva al estatus de un miembro iniciado de una sociedad espiritual». Es claro que no se trataba de la religión que el papa esperaba que se alentara, pero esto ocurrió en el X aniversario del nombramiento del Duce y su glorificación se encontraba en todo su apogeo.

Bosworth nos brinda algunos ejemplos: Un biógrafo italiano, al describir el papel de los padres del líder en su vida, expresó: «Alessandro Mussolini y Rosa Maltoni sólo representaron el papel de un Juan [el Bautista] para con Cristo. Fueron los instrumentos de Dios y de la historia, con la tarea de cuidar de uno de los más grandes mesías de la nación… en realidad del más grande». Un periodista fascista líder comentó que «la nueva Italia se llama Mussolini» y habló de «su infalible Jefe» afirmando que él «La Muestra de la Revolución es Él [sic]: Mussolini». Otro escribió: «El nombre de Mussolini se conoce en todas partes… como un símbolo de poder y perfección». Y, lo que es más sorprendente, se decía que el Duce era «omnipresente».

Aunque no se aplica el mismo adjetivo para Hitler, hacia el norte estaban ocurriendo acontecimientos similares.

LA LLEGADA DEL MESÍAS TEUTÓNICO

En 1932 Hitler aún se encontraba a un año de convertirse en canciller, aunque las elecciones de 1930 habían convertido al Partido Nacionalsocialista en el segundo con mayor representación en el parlamento. Los meses de febrero y marzo lo vieron nuevamente en campaña, esta vez para la presidencia. En una segunda votación, de manera poco convencional y con gran éxito volaba de un mitin a otro, siendo el primer político en hacerlo durante las campañas. Una vez más el Partido nacionalsocialista quedó en segundo lugar, pero con un gran incremento en el número de votos. En los mítines para las elecciones del mes de abril Hitler habló en 25 ciudades de todo el país. Kershaw registra que después de un evento con la participación de 120,000 personas en el área de Hamburgo, una maestra señaló: «Cuántos le buscan a él para tocar la fe como el ayudador, el salvador, el redentor de la mayor aflicción».

Los 13 años que estaban por venir mostrarían que nada estaba más alejado de la verdad.

Al igual que Mussolini, Hitler llegaría al poder tras una invitación. Después de muchos altercados dentro del partido, el presidente de Alemania, Paul von Hindenburg, le pediría en enero de 1933 que ocupara el cargo de canciller. Para el mes de julio el Führer estaría de acuerdo con su propio concordato con el Vaticano y en junio de 1934 se reuniría por primera vez con Mussolini.

Muy pronto llegaría a Alemania, Italia y el mundo el periodo más aterrorizante de la historia contemporánea, como veremos en nuestro próximo número en «¡Mesías! Los Gobernantes y el Papel de la Religión», Parte 8.