La Caída de los Dictadores

En la Parte 7 «Corazones entenebrecidos», nos enfocamos en el surgimiento de dos de las figuras más sobresalientes del siglo XX. Aunque los regímenes de Hitler y Mussolini difirieron en la velocidad a la cual cada uno alcanzó el poder total, ambos líderes habían irradiado las mismas pretensiones mesiánicas durante años. Una vez que afianzaron el control del poder, estos falsos cristos aceptaron de buena gana la divinidad que su público adorador les concedió.

Lo que a Benito Mussolini le había tomado tres años en Italia sólo le llevó tres meses a Adolfo Hitler en Alemania. El brutal régimen del Führer pareció llegar casi totalmente desarrollado a principios de 1933. El historiador Fritz Stern escribió: «En noventa días se había establecido un estado monopartidista y la gente había sido despojada de sus derechos que por siglos habían sido considerados en el mundo occidental como inalienables». Por otro lado, el Duce sólo había alcanzado gradualmente su Estado totalitario.

POLÍTICA SACRA

Mussolini recibió la invitación de convertirse en primer ministro en 1922. Influenciado por la sed de religión política ya existente en Italia, en donde la patria era considerada divina, se embarcó en una fantasía de que su sistema de gobierno podría solucionar todos los problemas de la Italia de la posguerra. Su solución propuesta se centraba en la institucionalización de una religión fascista. Entre 1925 y 1939 cuatro secretarios del partido trabajaron en la sucesión para presentar el nuevo orden casi religioso al populacho italiano enormemente dispuesto, con el objetivo de establecer al «Nuevo Hombre» del fascismo.

De acuerdo con el historiador Emilio Gentile, el secretario Roberto Farinacci (1925–26) «ayudó a instaurar el régimen con “fe dominica”». Su sucesor, Augusto Turati (1926–30), «preconizó la necesidad de “creer plenamente: creer en el Fascismo, en el Duce, en la Revolución, así como uno debía creer en la Divinidad”». Con una lealtad ciega característica, Turati declaró: «Aceptamos la Revolución con orgullo, aceptamos estos dogmas con orgullo; incluso si se nos demuestra que son incorrectos, los aceptamos sin argumentarlo». No es de sorprender que su catecismo de 1929 sobre el fascismo enfatizara «la subordinación de todos a la voluntad de un Líder».

El secretario del partido, Giovanni Giurati (1930–31), alentó a la organización de Jóvenes Fascistas para que tuvieran un carácter tanto militante como misionero, acorde con el mandato de 1930 de Mussolini: «Creer, Obedecer, Combatir». Los fascistas italianos creían que su movimiento tenía las características importantes y apropiadas de la Iglesia Católica Romana. Sin embargo, en 1931 el secretario de la organización de Jóvenes Fascistas, Carlo Scorza, declaró que esas características religiosas no incluían la mansedumbre ni la humildad. En lugar de eso —escribió—, el movimiento de Mussolini había aprendido mucho de la «gran escuela del orgullo y la intransigencia»; los fascistas de Italia habían adoptado los métodos de «aquellos grandes y perennes pilares de la Iglesia, sus grandes santos, sus pontífices, obispos y misioneros: espíritus políticos y guerreros que empuñaban la cruz y la espada, y utilizaban la hoguera, la excomunión, la tortura y el veneno sin hacer distinción —por supuesto, no en busca de un poder temporal o personal, sino en nombre del poder y la gloria de la Iglesia».

La religión cívica de Mussolini alcanzó su cumbre con el nombramiento de Achille Starace (1931–39) como secretario del partido. En 1936, observa Gentile, los Jóvenes Fascistas eran instruidos para «Tener siempre fe. Mussolini les dio su fe… Todo lo que el Duce diga es verdad. Las palabras del Duce no deben ser refutadas… Cada mañana, después de recitar su “Credo” en Dios, reciten su ‘Creo’ en Mussolini».

MUSSOLINI EL DIVINO

Aunque el fascismo italiano no comenzó con el culto de Mussolini, ya antes se le había concedido la estatura mítica de líder socialista e intervencionista en tiempo de guerra. Su ascenso a la divinidad vino después de 1925, conforme el nuevo movimiento se afirmaba en Italia. Una vez que la religión del fascismo quedó bien instaurada, Mussolini pudo afirmar que era el centro de su adoración.

Gentile se refiere a la forma de gobierno de Il Duce como «totalitarismo cesariano». Como hemos visto a lo largo de esta serie, muchos de los Césares manipularon los sentimientos religiosos y muchos de ellos fueron deificados; algunos incluso demandaron la divinidad mientras aún seguían con vida. Así pues, no es de sorprender que, de acuerdo con este mismo historiador, el culto al Líder convirtiera a Mussolini en el equivalente de los más grandes emperadores, César y Augusto. El especialista Piero Melograni señala que Mussolini llegó a creer exageradamente en sí mismo y «clamó ser el heredero, si no es que la verdadera encarnación, de Augusto» (The Cult of the Duce in Mussolini’s Italy [El Culto al Duce en la Italia de Mussolini], Journal of Contemporary History, 1976).

Si eso no fuera suficiente alcurnia, también se le consideraba el equivalente de Maquiavelo, Napoleón, Sócrates, Platón, Mazzini, Garibaldi, San Francisco de Asís, Cristo ¡y Dios mismo! Gentile añade que Mussolini se convirtió en «estadista, legislador, filósofo, escritor, artista, genio universal y profeta, mesías, apóstol, infalible maestro, emisario de Dios, el portador del destino, el hombre anunciado por los profetas del Resurgimiento…».

«[Mussolini] es todo un Héroe, resplandeciente como el sol; el Genio inspirador y creativo; el Líder que conquista y fascina; Él es la totalidad masiva del mito y la realidad… La Revolución es Él, Él es la Revolución».

O. Dinale, «La Mostra Della Rivoluzione. Lui: Mussolini», Gioventù Fascista (1º de marzo de 1934), citado por Emilio Gentile, The Sacralization of Politics in Fascist Italy

Como ya se mencionó, el principal promotor de su adulación fue Starace. Fue él quien formalizó el culto, ordenando incluso que la palabra Duce siempre apareciera en mayúscula. Después de su nombramiento los intentos por imponer la religión fascista institucionalizada entre el público en general no tuvieron límites. El adulador periodista, Asvero Gravelli, compuso unas líneas extraordinariamente efusivas acerca del Líder, incluyendo: «Dios y su historia actual equivalen a Mussolini». Sin embargo, no fue el fascismo per se o sus otros líderes lo que inspiraron a muchas personas italianas. Así, cuando Gentile cita a un informante anónimo («El fascismo es una religión, una religión que ha encontrado a su Dios»), pretende enfatizar el papel central del Duce en el atractivo del fascismo. Era la persona de Mussolini la que atraía a la gente, no la «fe en los valores y dogmas de la religión fascista». Gentile añade la importante idea de que fue, en parte, la tradicional fe religiosa italiana lo que hizo que la adulación de Mussolini fuera tan fácilmente posible.

LOS USOS DE LA RELIGIÓN

Hacia el norte, en Alemania, una vez que Hitler llegó al poder se aceleró una mezcla similar de fervor religioso, idolatría y fines políticos.

Cuando el Presidente Paul von Hindenburg le pidió que se convirtiera en canciller a finales de enero de 1933, el Führer se movilizó rápidamente para establecer un control autoritario. Aún así, en sintonía con la brutalidad extrema ante cualquier oposición, continuó imponiendo los valores tradicionales y los medios legales que fueron clave en sus acciones.

El historiador Ian Kershaw señala que «una vez que se convirtió en Canciller, el lenguaje de Hitler llegó a tener un tono pronunciadamente “mesiánico” y sus discursos públicos con frecuencia estuvieron repletos de simbolismo religioso». Los temas de renovación y misión se fundieron en conceptos religiosos con los fines políticos del Führer. En su primer discurso por radio como canciller, reconoció al cristianismo «como la base de toda nuestra moralidad» y a la familia «omo el germen del cuerpo de nuestra nación y estado», y finalizó con una súplica que usaría con frecuencia, pidiendo «al Todopoderoso» que bendijera al gobierno.

Unos días más tarde en un congreso del partido, durante un discurso transmitido en vivo desde Berlín hacia una audiencia calculada en más de 20 millones, Hitler introdujo elementos de la versión protestante del Padrenuestro en su conclusión. Pidió a la audiencia que esperaran «al nuevo Reich alemán de grandeza y honor, de fortaleza, gloria y justicia. Amén».

A pesar de su aparente religiosidad, la fe de Hitler era muy diferente a la de las iglesias; sin embargo, el lado ateo de la filosofía Nazi logró mantenerse con éxito un tanto separado de las creencias personales que profesaba. Así, por mucho tiempo logró engañar al público y a los líderes de muchas iglesias haciéndoles creer que las acciones Nazis en contra de los cristianos eran sólo los excesos de algunos de sus seguidores. Por supuesto, Hitler había reconocido que sería prematuro atacar abiertamente a las iglesias católica y protestante. Su primera meta era la destrucción de los judíos y sólo entonces acabar con lo que él llamaba «la rama podrida del cristianismo». Por el momento necesitaba el apoyo de la iglesia entre la población y buscó controlar el catolicismo político dentro del Estado.

Así, en julio de 1933, como hizo Mussolini antes de él, celebró falsamente un concordato con el Vaticano. Para acallar a los oponentes del acuerdo de su partido, les dijo en privado que necesitaba crear «una atmósfera de armonía sobre los asuntos religiosos». Por consiguiente, trabajó por convencer a muchas figuras de liderazgo de las iglesias de que era un sincero creyente cristiano. Hacia finales de 1936 el Cardenal Faulhaber, arzobispo de Múnich, escribió en un memorando privado: «El Canciller del Reich sin duda vive su fe en Dios». Hitler tuvo menos éxito con las iglesias protestantes, aunque también muchos de sus líderes estuvieron dispuestos a brindarle su apoyo entre sus congregantes.

REVOLTIJO DE CREENCIAS

Las creencias personales de Hitler eran una extraña amalgama. Bautizado y educado como católico, aparentemente había adoptado los aspectos de la religión pagana nórdica y las distorsiones de la fe bíblica. De acuerdo con un especialista del Vaticano, Peter Godman, él «se consideraba un redentor… [y] afirmaba que su movimiento había descubierto el verdadero significado del Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento debía ser excluido porque era “semítico”; la ley de Dios debía identificarse con el racismo. Hitler se describió a sí mismo como el profeta de su doctrina, la cual [él decía] la Iglesia Católica había pervertido». La idea de Hitler era que la raza aria o nórdica era superior. Decía que el Nuevo Testamento estaba mal acerca de Jesús, pues afirmaba que no era judío, sino que realmente era de sangre nórdica.

En su libro autobiográfico Mein Kampf mostró abiertamente su antisemitismo y escribió que «nadie debe sorprenderse si entre nuestra gente la personificación del demonio como el símbolo de todo el mal asume la figura viviente del judío». En contraste, señalaba que el Estado völkisch alemán que había imaginado «debería consagrarse [matrimonio] como una institución requerida para engendrar criaturas hechas a imagen del Señor». Godman observa que: «Al demonizar a los judíos el Führer se idolatraba a sí mismo como un salvador y redentor de sangre aria. Como una figura semejante a Cristo en la lucha del pueblo germánico entre el “bien” y el “mal”, el Hitler de Mein Kampf habló en tonos apocalípticos».

LA CONSOLIDACIÓN DEL PODER

La oportunidad para que Hitler diera paso a su mandato dictatorial vino muy poco tiempo después de asumir su cargo, justo después de un intento de incendiar el Reichstag a finales de febrero de 1933. El incendio, perpetrado por un comunista búlgaro o por un holandés mentalmente inestable con conexiones comunistas —los historiadores no logran ponerse de acuerdo—, fue razón suficiente para que Hindenburg acordara con el canciller que la nación se encontraba en grave peligro a causa del bolchevismo. Como resultado, el presidente inmediatamente firmó decretos de emergencia que suspendían los derechos civiles fundamentales; ahora era posible arrestar a los «sospechosos» sin contar con una acusación formal o con acceso a la asesoría legal. Aunque por mucho tiempo no fue reconocida como tal, esta acción presidencial «democrática» formó la base legal de todo el terror que descendió a los habitantes del territorio controlado por Alemania durante el periodo Nazi.

Pero Hitler fue más allá. Al carecer de una mayoría parlamentaria, pidió al Reichstag el poder para gobernar por decreto. Sorprendentemente, los partidos estuvieron de acuerdo (salvo por los social-demócratas), con lo cual cedieron el poder al canciller que se mostraba tan colaborador en ese momento, quien ahora se encontraba en la vía rápida para convertirse en el todo-poderoso Führer. Para el mes de marzo las autoridades habían arrestado a 10,000 personas en Baviera (comunistas, socialistas y demócratas) y habían abierto el primer campo de concentración en las afueras de Múnich en Dachau. Para abril la policía prusiana había capturado ya a otras 25,000. En los primeros seis meses de su periodo logró la abolición de las organizaciones sindicales y la desaparición de todos los demás partidos políticos, voluntariamente o por la fuerza.

¿IDEAS EN COMÚN?

En junio de 1934 el tan esperado encuentro frente a frente entre Hitler y Mussolini —uno de 17 de tales encuentros— tuvo lugar en Venecia. Era la primera vez que Hitler se aventuraba a salir de Alemania como líder. Había admirado al Duce por años, emulándolo e incluso conservando un busto de tamaño natural de su héroe en sus habitaciones personales en las oficinas centrales Nazi en Múnich, la Braun Haus. Desde el punto de vista de Hitler, Alemania era el aliado natural de Italia, sirviendo de contrapeso al enemigo natural de ese país: Francia. Pero la reunión en el palacio veneciano que alguna vez perteneció a Napoleón decepcionó a ambas partes debido a razones personales. Hitler objetaba al arte decadente de la ciudad y a su excesiva cantidad de mosquitos, mientras que Mussolini estaba aburrido con los grandilocuentes monólogos del Führer. Lo que fue más importante aún, la visita presagió el gradual cambio radical que ocurriría en su relación. A partir de ese momento Hitler no volvería a encontrarse en una posición subordinada. Durante la siguiente década este cambio contribuiría ampliamente a la caída del Duce.

LA TOMA DE CONTROL

Dos acontecimientos por separado aseguraron el control total de Alemania para Hitler. A su regreso de Venecia orquestó la «Noche de los Cuchillos Largos». Con un movimiento despiadado en contra de los opositores de su propio partido, ordenó el asesinato de los líderes de la SA (Sturm Abteilung o División de Asalto), incluyendo a su antiguo compatriota en Múnich, Ernst Röhm. Luego vino la ejecución de dos generales del ejército alemán y de un gran número de judíos. El SS (Schutzstaffeln o Cuerpo de Protección) de Heinrich Himmler fue el responsable de toda la purga. Hitler recibió un agradecimiento oficial de Hindenburg por su oportuna acción al cortar el paso a lo que se presentó como otra «amenaza» más para la nación, aunque existe la duda de si fue realmente el mismo presidente quien envió el mensaje.

El segundo acontecimiento fue la muerte del enfermo presidente en el mes de agosto. Una ley introducida apresuradamente había combinado el papel de Hindenburg con el de Hitler, convirtiendo al canciller de sangre fría en el comandante supremo de las fuerzas armadas tras el deceso del veterano líder. Una vez que el representante de la vieja guardia ya no podía obstaculizar las ambiciones de Hitler, el ejército confirmó su dictadura mediante un juramento de lealtad, a pesar de la reciente purga del Führer de dos de sus hombres.

LA DEIFICACIÓN DEL DICTADOR

Para el mes de septiembre prácticamente toda Alemania apoyaba los nuevos poderers de Hitler como jefe de Estado. Ese mismo mes en el congreso anual del partido celebrado en Núremberg, el partido idolatró fielmente a su Líder. Kershaw observa que aunque Hitler había sido el centro del congreso en años anteriores, «ahora descollaba sobre su Movimiento, que había venido a brindarle un homenaje». El filme de culto y triste fama de Riefenstahl sobre la ocasión, El Triunfo de la Voluntad (ordenado y titulado por Hitler), pronto se presentó en toda Alemania. Las escenas de apertura muestran la aeronave del Führer descendiendo a través de las nubes, proyectando una sombra en forma de cruz sobre las tropas marchando por las calles debajo de él. El historiador David Diephouse atrae la atención a su descarada imagen del «segundo advenimiento» y al perverso «tono de insistente mesianismo» del filme. Al finalizar el mismo se ve al adjunto del Führer, Rudolf Hess, enfatizando la unidad mística del líder, el partido y el pueblo con las palabras: «El partido es Hitler, pero Hitler es Alemania, así como Alemania es Hitler. ¡Hitler! ¡Sieg Heil!».

En marzo de 1936 el Führer parecía haberse convencido de que se encontraba en cierta clase de relación mística no sólo con el pueblo, sino también con Dios. Acababa de tener éxito al devolver Renania a Alemania explotando la debilidad francesa y la pasividad británica, y simplemente haciendo marchar a sus tropas en el área desmilitarizada. Los sentimientos de infalibilidad comenzaron a abrumarlo. Al hablar ese mes a una gran multitud en Múnich expresó: «Sigo el camino que marca la Providencia con la precisión de un sonámbulo». Los términos pseudos-religiosos comenzaron a dominar sus discursos.

Tal lenguaje no fue exclusivo de Hitler. El ministro de propaganda, Joseph Goebbels, comentó que cuando su señor habló en el congreso de la elección final en 1936, «uno tenía la sensación de que Alemania se había transformado en una gran iglesia que abarcaba a todas las clases, profesiones y denominaciones, en la que ahora su intercesor avanzaba hacia el gran trono del Todopoderoso para dar testimonio de voluntad y hechos». El mismo Goebbels parecía haber sido engañado por las pretensiones mesiánicas de Hitler. En la misma campaña electoral afirmó haber experimentado con los discursos del Führer «la religión en su más profundo y misterioso sentido de la palabra».

«La proclamación de Hitler como una especie de mesías, una personificación divinamente ordenada del destino alemán, no fue meramente un artículo de la fe Nazi, sino una condición necesaria».

David J. Diephouse, «El Triunfo de la Voluntad de Hitler», en The Cult of Power: Dictators in The Twentieth Century (Joseph Held, Ed., 1983).

De acuerdo con Kershaw, unos meses después del congreso de Núremberg del mes de septiembre «las alusiones mesiánicas del Nuevo Testamento abundarían en sus discursos a los funcionarios del partido». Hitler remarcó a la vasta multitud en un típico discurso nocturno (su hora favorita para sus principales discursos): «¡Cuán profundamente sentimos una vez más en esta hora el milagro que nos ha reunido! Una vez escucharon la voz de un hombre y les habló a su corazón; los despertó y siguieron esa voz… Ahora que nos reunimos aquí todos nos sentimos plenos con la maravilla de esta reunión. No todos ustedes pueden verme y yo no los veo a todos, ¡pero los siento y ustedes me sienten a mí! Es la fe en nuestra nación la que ha hecho de nuestra gente algo grandioso… Ustedes vienen del pequeño mundo de su lucha diaria por la vida, y de su lucha por Alemania y por nuestra nación, para experimentar una vez más esa sensación: Ahora estamos juntos, estamos con él y él con nosotros, ¡y ahora somos Alemania!».

Dos días más tarde Hitler apeló una vez más a referencias mesiánicas cuando declaró a su audiencia: «Que ustedes me hayan encontrado… ¡entre tantos millones se encuentra el milagro de nuestro tiempo! Y que yo los haya encontrado, ¡ésa es la gran fortuna de Alemania!».

Desde su nombramiento como canciller Hitler había quedado absorbido por los problemas internos, pero ahora que había establecido el Estado monopartidista, que se había deshecho de sus opositores Nazi y había puesto en movimiento una reactivación económica y restaurado la soberanía alemana en Renania, podía prestar su atención a la conquista del mundo. (Para una discusión más detallada sobre las colosales brutalidades de Hitler en tiempo de guerra, en las que más de seis millones de judíos —hombres, mujeres y niños— fueron asesinados de una manera sistemática, vea «Para que no olvidemos» y «Soluciones Finales»).

SUEÑOS DE IMPERIO, AL ESTILO ITALIANO

Hacia el sur, hacía tiempo que ambiciones similares ocupaban la mente del Duce. Mussolini por muchos años había contemplado la idea de renovar el Imperio Romano. Etiopía, encajonada entre las dos colonias italianas de Eritrea y Somalilandia en el Cuerno de África, representaba una oportunidad. A finales de 1934 escribió que era necesaria la fuerza para acabar con un punto muerto diplomático. Un año más tarde las fuerzas italianas derrotaron a los etíopes que se encontraban patéticamente armados, bombardeándolos con gas tóxico. Ahora el Duce podía declarar presuntuosamente que «Italia finalmente tenía su imperio… Es un imperio fascista, un imperio de paz, un imperio de civilización y humanidad». Difícilmente tenía razón. Muy pronto las recién establecidas colonias en la Africa Orientale Italiana (AOI) serían vencidas por el derroche, corrupción e ineficiencia, y su distancia de la madre patria era un constante reto.

No obstante, de acuerdo con el historiador Richard Bosworth, como resultado de la «conquista» la adulación del líder «divino» fluyó libremente en Italia. El periodista Gravelli escribió un libro enfatizando la espiritualidad del Duce, en donde proclamaba: «Homero, el divino en Arte; Jesús, el divino en Vida; Mussolini, el divino en Acción». Además, «[su] sonrisa es como un destello del dios Sol, esperada y ansiada porque ella trae salud y vida»; «¿Con quién se puede comparar? Con nadie. El mismo hecho de compararle con políticos de otros territorios Le [Cita textual] rebaja». Bosworth añade que, en la opinión de otro propagandista, «verle [a Mussolini] era como ver al sol; el hombre no podía ser visto, sino que más bien era “un inmenso torrente de radiantes vibraciones provenientes de las capas”».

EL EJE

En noviembre de 1936 Mussolini acuñó el término por el cual los aliados en la Segunda Guerra Mundial llegarían a conocer a sus enemigos fascistas. Al hablar en Milán dijo que la relación entre Italia y Alemania era «un eje alrededor del cual pueden girar todos los Estados europeos, animados por un deseo de colaboración y de paz». Mussolini tenía en mente que él y Hitler se repartirían la Europa continental. Los Nazis le habían propuesto que visitara Alemania y él esperaba que su estancia «no sólo mostrara la solidaridad existente entre ambos regímenes, sino también [la adopción de] una política en común de los dos Estados que debía delinearse claramente hacia el este y el oeste, el norte y el sur». Con ello aparentemente se refirió a que Italia se haría cargo de la Cuenca del Mediterráneo y que Alemania se concentraría en Europa oriental y el Báltico.

En el verano de 1937 los fascistas participaron en un simulacro de combate a las afueras de Sicilia y el Duce aprovechó para visitar la región. Para entonces el fervor religioso había alcanzado alturas estratosféricas. Como relata Gentile, un celoso residente explicó con anticipación: «Esperamos a nuestro padre, al Mesías. Él viene a visitar a su rebaño, a infundirle fe…».

A finales de septiembre Mussolini realizó su primera visita oficial a Alemania. Bosworth registró que, ante una audiencia de 800,000 personas en Berlín, el Duce proclamó el fascismo y el nazismo como «las más grandes y auténticas democracias existentes en el mundo actual». Para incrementar su contradicción, al regresar a casa comenzó a pensar en la incorporación del racismo en su plataforma política. Era una idea que se desarrollaría en los meses por venir conforme la reputación de Hitler, debido a su decisiva acción comenzaba a eclipsar el estado de Mussolini como el primer líder del fascismo.

Cuando Hitler invadió Austria en marzo de 1938 y forzó su unión con Alemania, la aceptación de la agresión por parte de Italia provocó el descrédito del Duce entre algunos de sus seguidores. Algunos especialistas creen que este acto marcó el final de la independencia italiana de Hitler.

Ansioso por apuntalar su papel dentro del Estado, Mussolini se autoproclamó el «Primer Ministro del Imperio», volviendo a colocar al rey como la única autoridad por encima de las fuerzas armadas en tiempo de guerra. Pero cuando el Führer vino a una segunda visita a Italia en el mes de mayo, el protocolo requería que el rey (el jefe de Estado) y no el primer ministro le acompañara. Esto contribuyó a la creciente percepción pública de Mussolini como el segundo a bordo de Hitler. La voz original del fascismo rápidamente se estaba convirtiendo en un socio de menor grado.

Al darse cuenta del cambio y desesperado por mantener la paz con las políticas Nazis, el Duce introdujo varias políticas raciales, con especial referencia a los judíos. Al declarar que los verdaderos italianos eran de estirpe aria, Mussolini se alineó con el violento antisemitismo, aunque antes lo había llamado una «tontería anticientífica» Nazi. Era un ejemplo de conveniencia pura con espantosas consecuencias. Los italianos vieron a sus compatriotas de origen judío y «no ario» impedidos para casarse con «arios» italianos; en 1943 más de 8,500 judíos fueron deportados del territorio italiano a los campos de exterminio en Austria.

En febrero de 1939 Italia y Alemania firmaron un nuevo acuerdo comercial, donde una de sus cláusulas estipulaba que 500,000 obreros italianos colaborarían como en la industria alemana. La intención de formar una alianza se hacía cada vez más profunda. En mayo llegó la alianza militar conocida como el «Pacto de Acero», pero Mussolini, consciente de que la guerra en Europa era inevitable, opuso una declaración inmediata. Le hubiera gustado posponerla hasta 1942 para dar tiempo a Italia de reforzar a sus deplorablemente inadecuadas fuerzas armadas. Al reunirse con Hitler en la frontera de Brenner con Alemania en marzo de 1940, el Duce no pudo comprometerse para la guerra. Aún así, en el mes de junio, detectando una oportunidad de compartir el botín y de ganar territorio francés en la frontera italiana, brindó un vacilante apoyo militar a la invasión ya exitosa de Hitler sobre Francia.

Sin embargo, las infructuosas aventuras militares en Grecia realizadas más tarde en ese mismo año colocaron al Duce en el camino hacia la decadencia que le vio huir de Roma en 1944 conforme los aliados avanzaban hacia el norte después de su invasión a Sicilia y fue despojado de su cargo por el rey.

CAÍDA Y MUERTE

En abril de 1945 los partisanos descubrieron al Duce —«El Cabezón o Big Head» como le denominaron— en la parte posterior de un camión mientras intentaba escapar a Suiza y Alemania. Su captura culminó en una ejecución poco ceremoniosa por un pelotón de fusilamiento y en la exhibición pública de su cuerpo en Milán, donde sus antiguos devotos escupían sus restos. En los días previos a su muerte supo que todo estaba perdido; no obstante, manteniendo su ilusión mesiánica le dijo a un viejo amigo: «Soy crucificado por mi destino. Ya viene».

Hitler escuchó la noticia de la muerte del Duce en su búnker de Berlín, en medio de bombas e incendios. Dos días más tarde, alternando entre la desesperación y la esperanza de que sus tropas lograran penetrar las defensas rusas y le salvaran, planeó su acto final de destrucción. Con la sangre de seis millones de personas en sus manos y sin importarle nada el sufrimiento continuo del pueblo alemán, la figura más odiada en la historia de la humanidad se preparaba para el suicidio.

Las similitudes entre Mussolini y Hitler fueron muchas: elementos de su niñez, experiencias de la Primera Guerra Mundial, la desilusión de las condiciones de la posguerra en su tierra natal, su política derechista, las persuasiones anticomunistas, la brutalidad, las ilusiones de grandeza. Ciertamente, como el Führer admitió, Mussolini fue su inspiración, habiendo llegado al poder una década atrás. Pero al final, Mussolini, para su desilusión, fue eclipsado por su admirador. Quizá la similitud más reveladora fue el enorme orgullo con el cual cada uno siguió su camino. Kershaw subtituló como Hubris el primer volumen de su biografía de Hitler y nombró la secuela como la diosa griega de la venganza, Némesis, por la inevitable consecuencia de su titánico orgullo. Las mismas palabras seguramente describen la historia de la vida de Mussolini.

Después de la caída del Duce el secretario del partido, Giovanni Giurati, escribió que el había creído que Mussolini «era el hombre destinado a dar vida a la idea de Dante: que los dos grandes símbolos, el Águila y la Cruz, se reunirían nuevamente en Roma, y que se alejaría al desorden moral y civil, la herejía y la guerra, no sólo de Italia, sino también del mundo entero».

Kershaw señala que también los devotos de Hitler expresaron una «creencia genuina en su poder» y registró las palabras del antiguo líder de los Jóvenes de Hitler, Baldur von Schirach, como: «Esta veneración ilimitada, casi religiosa, a la cual contribuí al igual que Goebbels, Göring, Hess, Ley e incontables otros, fortaleció en Hitler la creencia de que tenía una alianza con la Providencia».

Tanto Mussolini como Hitler realizaron vanos y fallidos intentos de la misma índole de mesías humano y universal que hemos examinado por varios milenos. Pero ello nunca podrá suceder a un nivel humano. En la siguiente ocasión echaremos un vistazo a las lecciones que podríamos aprender de estos miles de años de mesías fallidos.