Ayn Rand: La Tierra de la Fantasía

Todos tenemos una filosofía de vida y normalmente podemos mirar hacia atrás y ver que sus semillas fueron sembradas a una edad temprana. Estas ideas maduran influenciadas por el tiempo y la ocasión, un poco de educación y otro poco de naturaleza, historia y experiencia; las realidades imaginadas de la infancia dan forma a percepciones más razonables. Y así como la inocencia de un niño respecto al sentido del mundo se deteriora con el tiempo, la tierra de la fantasía de las primeras reflexiones se adapta y transforma en los más pragmáticos estandartes que guían una vida adulta.

Por ello es poco común encontrar a alguien que no sólo conserve esos primeros puntos de vista, sino que además construya sobre ellos toda una superestructura de significado filosófico. Ayn Rand fue una persona así.

«He conservado la misma filosofía que ahora sostengo desde que tengo uso de razón», recordó a los 52 años. «He aprendido mucho a través de los años y expandí mi conocimiento de los detalles... pero nunca he tenido que cambiar ninguno de mis principios».

La base de su creencia es la conclusión de que los humanos son seres heroicos, destinados a dominar la naturaleza a través del poder del pensamiento racional. «Revise sus premisas», diría con frecuencia, insistiendo en que un análisis lógico de los hechos siempre llevaría a conclusiones correctas. «La racionalidad es la virtud básica del hombre, la fuente de todas sus otras virtudes», escribió en 1961. «La virtud de la Racionalidad significa el reconocimiento y la aceptación de la razón como nuestra única fuente de conocimiento, nuestro único juicio de valores y nuestra única guía para nuestras acciones... Eso significa un compromiso con la razón, no en ocasiones esporádicas o en aspectos selectos o en emergencias especiales, sino como un modo de vida permanente» («La Ética Objetivista», en La Virtud del Egoísmo).

Denominados posteriormente como «interés propio iluminado», estos principios de su filosofía (autodenominados objetivismo por estar basados en una realidad definida de manera objetiva y racional) colocan a los individuos en el centro de su propio universo. Es una concepción del mundo que insiste en que la plenitud del potencial humano sólo se puede alcanzar cuando los individuos sirven a sus propios intereses, y el capitalismo es el mecanismo a través del cual se logra ese interés. Rand escribió en su introducción a Capitalismo: El Ideal Desconocido que el principal interés de los objetivistas «no es la política o la economía como tales, sino ‘la naturaleza del hombre y su relación con la existencia’... defendemos el capitalismo porque es el único sistema orientado a la vida de un ser racional» (énfasis de Rand).

Hoy en día, más de 27 años después de su muerte, ocurrida en 1982, las obras de Rand, incluyendo sus grandes insignias objetivistas, El Manantial (1943) y La Rebelión de Atlas (1957), continúan alcanzando ventas anuales de varios cientos de miles de copias... Incluso miles de estudiantes de secundaria son introducidos a su filosofía a través de su participación en un concurso anual de ensayos patrocinado por el Instituto Ayn Rand.

Pero no son solamente los adolescentes quienes se han identificado con sus obras narrativas; muchos líderes importantes, incluyendo el ex presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Alan Greenspan, y el asesor en jefe en materia de economía del ex presidente de Rusia, Vladimir Putin, señalan la influencia de Rand en su vida.

Es claro que sus ideas han tocado muchos sectores del mundo moderno. De hecho, hay quienes creen firmemente que es imperativo reconocer y eliminar todas las barreras impuestas al capitalismo liberalista de Rand y de esta forma dejar que el puro interés propio del ser humano fluya libremente (consulte «Capitalismo: ¿Ideal Desconocido?»). Sólo entonces, afirman los simpatizantes, los seres humanos experimentaremos una verdadera satisfacción.

Ciertamente, Rand creía con fervor que dicha libertad produciría sólo buenos frutos, pero antes de que todos absorbamos su filosofía del interés propio, lo más conveniente a nuestros propios intereses sería entender las inspiraciones y deficiencias de su pensamiento.

¿QUIÉN FUE AYN RAND?

Alisa Rosenbaum nació en 1905 en San Petersburgo, Rusia. Siendo la primera de tres hijas, con gran independencia y desinterés en las labores del hogar y las actividades sociales de su madre, Alisa parecía haber nacido con el deseo de buscar un significado intelectual. Aunque algunas veces hablaba con su padre farmacéutico acerca de algunos asuntos e ideas, su precoz intelecto simplemente la convertía en un trofeo que la Sra. Rosenbaum presumía a su floreciente círculo social burgués.

La biógrafa y más tarde colega cercana de Rand, Barbara Branden, plasmó en papel los recuerdos de la niñez de Rand: «Conforme se desarrollaban mis ideas, cada vez crecía más mi sentido de soledad... Fui muy infeliz con mi posición en casa; no me gustaba ser niña, no me gustaba estar unida a una familia» (The Passion of Ayn Rand).

La familia Rosenbaum era judía, pero practicaba pocas tradiciones judías, aunque el padre de Alisa reconoció que «uno nunca sabe» en lo que se refiere al concepto de Dios; sin embargo, la respuesta emocional de su madre a las cuestiones religiosas sirvió para alejar a Alisa de la religión. A partir de la observación del comportamiento de su madre, pronto llegó a la conclusión de que la religión, como la interacción social, era simplemente una rama del emocionalismo; y así, cuando era una joven adolescente, escribió en su diario: «Hoy decidí ser atea». La idea de un Dios era «racionalmente insostenible», afirmaría más tarde. Desde una edad temprana, Alisa llegó a confiar solamente en sus propias percepciones, sacadas objetivamente de su propia cabeza (y, por lo tanto, sin fallas). Sin el bagaje de la emoción y sus engaños para enmudecer el intelecto, puso su fe solamente en su capacidad para pensar, racionalizar e interpretar la experiencia.

Al final, concluiría que la religión era meramente un misticismo irracional en manos de «hechiceros». El poder que percibía como que influía de manera arbitraria en la gente a través de la coerción emocional (o, de manera similar, a través de la coerción física o militar) seguramente era malo porque afectaba la capacidad de las personas para buscar sus propios intereses. El «único motivo verdaderamente moral y la mayor virtud», escribió más adelante, era «el interés personal». Con su propio aislamiento y falta de empatía, Alisa fue construyendo el marco mental a partir del cual etiquetaría posteriormente al altruismo —el dar de uno para ayudar a otros— como subhumano e inmoral.

Su experiencia directa de la Primera Guerra Mundial y la revolución bolchevique sirvió para fortalecer estos temas. Señaló que: «Fue la única vez que estuve en sincronía con la historia. Fue casi como si la ficción estuviera ocurriendo en la realidad». Era la batalla del bien (la libertad del individuo) contra el mal (el colectivismo marxista). Desde su punto de vista, el resultado comunista fue claramente erróneo: «Incluso a esa edad podía ver... que significaba vivir para el Estado», una situación que describía cómo el hombre se encontraba «en un altar de sacrificio, crucificado en nombre de la mediocridad».

ADORACIÓN AL HOMBRE

La peculiar definición de virtud que tenía Alisa llegó a fortalecerse sorpresivamente gracias a un regalo que le hizo su madre de una suscripción a una revista francesa para niños. Preocupada por la falta de amigos de su hija y su indiferencia hacia la escuela, la Sra. Rosenbaum buscaba algo que despertara el interés de la niña. Alisa pronto se enamoró de los argumentos de las series que mostraban la heroica superación de la adversidad y el triunfo del bien sobre el mal.

Dentro de estas series descubrió a su héroe, a quien posteriormente reconoció como su «inspiración personal»; su visión profundamente arraigada de «lo que yo quiero de la vida», señaló, estaba personificada en una figura llamada Cyrus. Era valiente, inteligente, intenso, «un hombre de gran audacia y una independencia desafiante», comentó entusiasmada años más tarde. Caracterizado en una historia titulada «El valle misterioso», Cyrus era el símbolo del «hombre heroico» en el que ella basaría todo el trabajo de su vida. Los personajes de sus novelas (Howard Roark, John Galt, Dominique Francon, Dagny Taggart y sus antagonistas) y la filosofía que crearía para motivarlos a todos emanaron fundamentalmente de esa impresión de su niñez.

En realidad no es de extrañar que los historiadores objetivistas pasaran por alto esta fuente de su inspiración filosófica; es simplemente demasiado simplista, demasiado infantil. Aunque algunos han relacionado sus conceptos con los de Aristóteles, John Locke, entre otros, han dejado a un lado la realidad de su experiencia formativa. Independientemente de lo racional que afirma ser Rand, la base de su filosofía de vida se encuentra en la emotividad de la solitaria e infeliz conexión de una niña a un libro de cuentos. En una carta mordaz a un crítico lector de los personajes de El Manantial, Rand respondió de forma reveladora: «Soy la pequeña que se propuso (y logró) demostrar que la ética debe estar basada en el interés propio del hombre y en nada más». Esta «pequeña» se había convertido en una niña grande que desarrolló una moralidad que protegería y afirmaría por siempre su propio interés personal: vivir su versión de esa vida heroica; esto es, convencer a todos los demás de que el más alto propósito de un hombre era ver el mundo como ella lo vio.

PROPÓSITO Y PREMISA

Luego de cambiar su nombre tras emigrar a los Estados Unidos en 1926, Ayn Rand se decidió a utilizar su obra como una «recreación de la realidad» (en palabras de su discípulo Leonard Peikoff en su introducción a la edición del XXXV aniversario de La Rebelión de Atlas). Interpretó su filosofía a través de sus novelas de ficción como si eso probara su validez: «Toda la vida es una lucha con un propósito y su única elección es la de un objetivo. ¿Desea continuar la batalla de su presente o desea luchar por mi mundo?», preguntó en Atlas, su historia épica del retiro de los intelectuales del mundo en protesta contra la nacionalización industrial. A través de su vocero/héroe John Galt, Rand continuó: «¿Desea continuar una lucha que consiste en aferrarse a precarias salientes en una pendiente inclinada hacia el abismo, una lucha en donde las penurias que soporte sean irreversibles y las victorias que gane le acerquen a la destrucción?»

Mientras que los críticos continúan mofándose de lo engañoso de sus argumentos, la cuestión permanece como un desafío latente y bulle de vez en cuando dentro de cada uno de nosotros: ¿Vivimos nuestra vida con un propósito correcto? «Un propósito central», enfatizó Rand en una entrevista con Alvin Toffler en 1964, «sirve para integrar todas las demás preocupaciones de la vida de un hombre... Un hombre sin un propósito se pierde en el caos».

No obstante cuán correcta pueda ser tal observación, la premisa base de su filosofía objetivista continúa en duda. ¿La mente humana tiene la capacidad de reunir toda la información necesaria para tomar decisiones verdaderamente racionales? ¿El hombre puede gobernarse a sí mismo? Ésa es la gran pregunta. Ciertamente Rand estaba en lo correcto cuando argumentaba que los seres humanos necesitamos una filosofía de vida para no perdernos en una u otra forma de caos, pero ¿esa filosofía se debe limitar sólo a nuestras percepciones del mundo físico a través de los sentidos?

Basarse en la realidad requiere un modo de pensar que vaya más allá de la superestructura física hasta los cimientos espirituales de la existencia. Ese punto de vista, contrario a las afirmaciones de Rand, no es arbitrario ni tampoco es mero misticismo. La realidad de la naturaleza humana está inmersa en un reino espiritual. Es la esencia de lo que separa la mente humana del cerebro animal. Negar una influencia no física sobre el pensamiento humano nos deja sujetos al poder total de la vanidad intelectual, un tipo de esnobismo que Rand lamentablemente ejemplificó tanto en su vida como en sus novelas.

Cuando insistimos en que no hay fuente externa a nuestra propia capacidad limitada para ajustar nuestro entendimiento de la vida y el interés propio, creamos un ídolo ciego de nuestra propia racionalidad. Sí, somos seres inteligentes y perceptivos, pero, aun así, el intelecto es un vigilante solitario y caprichoso. Aunque podemos reconocer que el bien y el mal existen, el intelecto sin perspectiva espiritual no siempre puede discernir con claridad el uno del otro. Esto nos deja varados en la peor clase de distopía que Rand hubiera imaginado: un mundo regido por el capricho de la mente humana. En un entorno de valores que cambian constantemente y una manipulación cada vez mayor de la información, la tentación de seguir lo persuasivo o lo sensacional desafiará más y más a nuestro comportamiento y sus motivaciones. Rand no pudo reconocer que los humanos ni son perfectamente lógicos ni perfectamente emocionales; no comprendió su propia humanidad. Rara vez contamos con todos los hechos; nuestras percepciones están sesgadas por la experiencia y por nuestra tendencia natural a estereotipar y autoafirmar. Es por ello que somos propensos a sacar conclusiones inválidas.

«No existen las contradicciones. Cuando pienses que te encuentras frente a una contradicción, revisa tus premisas. Así encontrarás que una de ellas es incorrecta».

Francisco D’Anconia (personaje central de La Rebelión de Atlas de Ayn Rand)

Y en ello reside la lección más grande de Rand —si no es que totalmente intencionada—: en un mundo en el que se nos bombardea diariamente con nuevas racionalizaciones respecto a todas las formas de comportamiento, su instrucción de «revise sus premisas» sigue siendo especialmente válida. De hecho, necesitamos objetividad. Un punto de vista objetivo y orientado a los hechos sería particularmente útil para evaluar nuestro lugar y nuestro actuar en el mundo. Si tan sólo pudiéramos generar ese punto de vista desde el interior. Cuando hablamos de interés propio e identidad, nuestra objetividad se ve ciertamente empañada. Las preguntas centrales que Rand formulaba con frecuencia continúan vigentes: ¿A qué fantasías internas me sigo aferrando? ¿Estoy sujetando los cimientos de mi vida a la realidad o a la ficción?

No se trata de retos únicos, sino de retos continuos. Son preguntas que Rand formula correctamente a otras personas, pero que ella misma no pudo responder del todo. Así como es probable que cada uno de nosotros lo haga, ella se rehusó a buscar ayuda fuera de su propia autosuficiencia y pensamiento autocrático de adolescente, y de esa forma se convirtió en esclava de su propio mundo imaginario.