¿Qué clase de personas debemos ser?

La inminente muerte del apóstol Pedro le llevó a escribir una segunda epístola a la Iglesia primitiva, alentándola a recordar su ejemplo y advirtiéndole de tener cuidado del efecto trascendental de los falsos maestros.

Cuando el apóstol Pedro comenzó a escribir su segunda epístola (y para nosotros, la última) se estaba acercando al final de una vida llena de experiencias como seguidor de Jesús.

Lo más importante para él en esta etapa era motivar a sus lectores y lograr que recordaran el estilo de vida que él mismo había llevado: «Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas» (2 Pedro 1:13–15).

Esto era especialmente importante debido a que los maestros que enseñaban falsamente sobre Jesús se habían convertido en un grave problema y estaban viajando por varias partes del mundo romano.

PENSAMIENTOS DE APERTURA

La carta comienza con el saludo: «Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo...» (versículo 1a). Aunque Pedro se refiere a sí mismo como un apóstol, se considera primero como siervo. El término griego doulos no sólo significa siervo, sino también esclavo, es decir, alguien que está completamente entregado a la autoridad de otra persona. Así, Pedro está bajo la autoridad de Cristo como un esclavo, y como apóstol (en griego, apostolos, «aquél que es enviado»), posee la autoridad de Cristo como uno al que Él ha enviado.

Pedro continúa reconociendo que escribe a las personas con quienes, ante los ojos de Dios, comparte una igualdad. Aunque es uno de los apóstoles, no es diferente a sus hermanos y hermanas en términos de su fe: «... a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra» (versículo 1b). Pedro y los demás apóstoles compartieron el privilegio de ver a Jesús directamente, pero sus lectores no deben ser menospreciados por no haber sido igualmente testigos presenciales. Encontramos un pensamiento similar en el Evangelio de Juan, cuando Jesús le dice al dubitativo apóstol Tomás: «Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron» (Juan 20:29). Lo esencial es creer, no la forma en que se origina la creencia.

Pedro quiere que sus lectores tengan la bendición de la paz y el conocimiento de Dios y de Cristo, y les recuerda que Dios, por Su poder, no sólo les ha dado «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad», sino también «preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción [depravación] que hay en el mundo a causa de la concupiscencia» (2 Pedro 1:3–4). Es gracias a la participación de Dios en su vida y a su rechazo de la forma de actuar del mundo que tienen la posibilidad de asumir la propia naturaleza de Dios.

El llamado de Dios es la razón que menciona Pedro además de la necesidad de un constante desarrollo de varias características personales: «Poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor» (versículos 5–7). Si los miembros de la Iglesia hacen todas estas cosas, producirán buen fruto espiritual en su vida y evitarán la ceguera espiritual que puede resultar de no buscar la mejora continua. Entonces alcanzarán la meta de entrar al mundo futuro de Dios (versículos 8–11).

EL REINO POR VENIR

Pedro confirma lo que desde hace tiempo creía y enseñaba: que habrá un reino de Dios en la tierra. La base de su creencia se debe, en parte, al hecho de que vio a Jesús resucitado, pero aún hay más. Enseguida se refiere a una experiencia extraordinaria, una que jamás podría haber olvidado y que le permitió echar un vistazo al futuro que Dios tenía planeado. Pedro no sólo experimentó el efecto de la resurrección en Jesús, sino que pudo ver con anticipación algunos aspectos del reino venidero y escuchó la voz de Dios confirmándolo. Menciona que, por esta clase de experiencia, su testimonio es verdadero. Él lo vio por sí mismo, y se puede confiar en su palabra. No es que él y los demás discípulos creyeran en especulaciones e ideas sin substancia ―algo semejante a cuando en la actualidad la gente habla de «espiritualidad», pero de una manera vaga y sin bases firmes―. Pedro les recuerda a sus lectores que el conocimiento que comparte está basado en hechos sólidos: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo» (versículos 16–18).

«Ninguna profecía de la Escritura surge de la interpretación particular de nadie. Porque la profecía no ha tenido su origen en la voluntad humana, sino que los profetas hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo».

2 Pedro 1:20–21, NVI

Ésta, por supuesto, es una referencia a la experiencia ocurrida mucho atrás durante la transfiguración, cuando Pedro y otros dos discípulos vieron a Jesús resucitado en el reino de Dios (consulte Mateo 16:24–17:9). Esa visión confirmó a Jesús como el Mesías, el Ungido que había de venir. Pedro recordaría más tarde este acontecimiento y empezaría a entender de una manera más profunda su significado. Para él fue una prueba aún mayor de que las profecías acerca de la venida del Mesías se habían cumplido en Jesús. Como Pedro señala en su última carta: «Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada [o de origen particular], porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:19–21).

Aquí Pedro hace énfasis en puntos muy importantes. Las profecías acerca de la primera venida de Cristo se han cumplido, y Pedro es testigo de ello. Ya había enseñado esto mucho antes en su ministerio. Y tan seguro es que se han cumplido con respecto a la primera venida, que hay profecías que hablan de la segunda venida (consulte Hechos 3:18–21). En este momento son como una luz que brilla en un lugar oscuro para aquéllos que entienden. Conforme se acerca el día en que Cristo regrese, brillarán con más luz (serán más evidentes o entendibles), hasta que esa luz cada vez mayor culmine en Su segunda venida (consulte Mateo 24:30).

Otro punto importante de este mensaje es el hecho simple y lógico de que las declaraciones proféticas de Dios no se originan en la mente humana. Lo que Pedro escribió aquí no es una declaración acerca de la interpretación de la profecía, sino sobre su origen. La fuente de estas profecías acerca de Cristo es Dios. Los humanos las escribieron siendo inspirados por el Espíritu Santo (la mente de Dios), pero no se originaron en el ser humano. Eso equivale a decir que, a diferencia de las profecías humanas, se puede confiar incondicionalmente en ellas.

CUIDADO CON LOS FALSOS MAESTROS

Quizá teniendo esta diferencia en mente entre la profecía de Dios y la predicción humana es que Pedro enseguida advierte de los peligros de escuchar a los falsos maestros que inevitablemente surgen de vez en vez y que explotan las debilidades, dudas y temores de la gente. Siempre ha sido así y Pedro recuerda a sus lectores que los hijos de Israel pasaron por las mismas dificultades. Tales personas «introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina». Sus «disoluciones» provocan que «el camino de la verdad [sea] blasfemado» (2 Pedro 2:1–2).

«Pero se levantaron falsos profetas entre el pueblo, así como habrá también falsos maestros entre vosotros… y en su avaricia os explotarán con palabras falsas».

2 Pedro 2:1, 3, Biblia de las Américas

El «camino de la verdad» es el camino de vida de Dios. Pedro explica la mentalidad y el destino de aquéllos que deciden caminar en sentido opuesto, y le asegura a sus lectores que Dios tratará con esas personas de la misma forma en que lo ha hecho en el pasado con los ángeles que pecaron, la población existente antes del diluvio en tiempos de Noé, y los habitantes de Sodoma y Gomorra, todos los cuales sirven de ejemplo para cualquiera que siga un camino impío (versículos 4–7).

Es claro que Pedro había tratado lo suficiente con personas que habían tomado el camino equivocado. Es interesante cuán rápido la mente pierde el respeto por la autoridad que Dios le ha dado a Sus siervos (versículo 10) una vez que se abre un camino que la aleje de la autoridad. Cuando la mente se opone a los siervos de Dios, surge la depravación.

Lo que Pedro señala a continuación acerca de los falsos maestros es de gran impacto en nuestro mundo, el cual valora aquello políticamente correcto. Pedro no se detiene al decir: «Pero éstos, hablando mal de cosas que no entienden, como animales irracionales, nacidos para presa y destrucción, perecerán en su propia perdición… Estos son inmundicias y manchas, quienes aun mientras comen con vosotros, se recrean en sus errores. Tienen los ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar, seducen a las almas inconstantes, tienen el corazón habituado a la codicia, y son hijos de maldición. Han dejado el camino recto, y se han extraviado… Estos son fuentes sin agua, y nubes empujadas por la tormenta; para los cuales la más densa oscuridad está reservada para siempre» (versículos 12–15, 17).

Allí se expone la manera en que los falsos maestros llevan a cabo su cometido de engaño, y son cosas de las que debemos tener cuidado: «Pues hablando palabras infladas y vanas, seducen con concupiscencias de la carne y disoluciones a los que verdaderamente habían huido de los que viven en error. Les prometen libertad, y son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que es vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció» (versículos 18–19).

La conclusión de Pedro acerca de aquéllos que han sido iluminados y que luego hacen caso de los falsos maestros se muestra con una imagen fuerte: «Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado. Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno» (versículos 21–22).

EN LOS ÚLTIMOS DÍAS

En el capítulo 3, Pedro retoma nuevamente el propósito de ambas epístolas: «Amados, esta es la segunda carta que os escribo, y en ambas despierto con exhortación vuestro limpio entendimiento, para que tengáis memoria de las palabras [predicciones o profecías] que antes han sido dichas por los santos profetas, y del mandamiento del Señor y Salvador dado por vuestros apóstoles». Al recordar a sus lectores su llamado en el contexto de un mundo de oposición al camino de Dios y de negación al regreso de Cristo, escribe: «En los postreros días vendrán burladores, andando según sus propias concupiscencias, diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación» (versículos 1–4).

Esto suena muy familiar en el mundo de habla inglesa de la actualidad, que está experimentando un fuerte ataque de parte de ateos educados, pero como Pedro dijo de ellos en sus días, «estos ignoran voluntariamente, que en el tiempo antiguo fueron hechos por la palabra de Dios los cielos, y también la tierra, que proviene del agua y por el agua subsiste, por lo cual el mundo de entonces pereció anegado en agua; pero los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos» (versículos 5–7).

Pedro les recuerda, entonces, a sus lectores que es tonto pensar que debido a que nada así ha sucedido en miles de años, nada sucederá: «Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (versículo 8). El retraso proviene de Su paciencia para con nosotros y de Su deseo de que todos aceptemos por completo Su camino en un estado de arrepentimiento. Dios cumplirá Su palabra: «El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (versículo 9).

Es muy difícil lograr que los seres humanos vean la necesidad de arrepentirse, lo hagan y luego sigan el camino correcto. Lo más difícil para un ser humano es admitir que está mal, y lo segundo más difícil es cambiar y seguir el camino correcto.

En este contexto, Pedro escribe que el día de la intervención de Dios aún está por venir. Esto es algo que la Iglesia primitiva creía firmemente. Lo encontramos en los Evangelios, en las epístolas de Pablo y en los escritos de los demás apóstoles. Es un suceso que tomará por sorpresa a la mayoría: «El día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas» (versículo 10).

Una cuestión importante para la Iglesia surge del conocimiento del juicio de Dios respecto a los caminos del ser humano y tiene que ver con la clase de progreso espiritual que el pueblo de Dios debería estar realizando. Pedro transmite el conocimiento que debería hacer la diferencia en la forma de vivir la vida: «Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (versículos 11–13).

ÚLTIMAS PALABRAS

Los comentarios finales de Pedro —los últimos que la Iglesia tuvo por escrito de este líder de sus primeros días, uno que había estado con Cristo y había sido testigo de tantas cosas, luchado tanto y alcanzado tanto de manera individual y colectiva— hablan de persistencia con respecto a los valores de Dios y del crecimiento en todo lo que representaba Jesucristo: «Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas [cielos nuevos y tierra nueva], procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz. Y tened entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación… Así que vosotros, oh amados, sabiéndolo de antemano, guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos, caigáis de vuestra firmeza. Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén» (versículos 14–15, 17–18).

«Estad en guardia, no sea que arrastrados por el error de hombres libertinos, caigáis de vuestra firmeza».

2 Pedro 3:17, Biblia de las Américas

En la próxima ocasión hablaremos de la vida y los escritos del hombre que probablemente fue el último miembro sobreviviente de los 12 discípulos originales de Jesús: el apóstol Juan.