Lo que los dictadores tienen en común

Los totalitaristas, autócratas, dictadores — como sea que los quiera llamar— siguen en aumento. En país tras país, se advierte la tendencia de optar por hombres fuertes y aun por gobiernos de tipo militar. Según un análisis reciente basado en la Encuesta Mundial sobre Valores, este cambio está sucediendo en varias democracias, aunque en particular son los miléniales (de 22 a 37 años de edad), en particular, los que están manifestando sus dudas en lo que respecta a la eficacia de la democracia liberal. Ya es posible imaginar el regreso de las peores características del régimen dictatorial del siglo XX. Hombres tales como Lenin, Stalin, Mussolini, Hitler y Mao podrían reaparecer bajo diferente indumentaria. El refrán «La historia no se repite, pero rima» podría tener una terrible resonancia a solo un siglo después.

Aquellos cinco totalitaristas tenían en común, como mínimo, cinco características. Vale la pena pensar acerca de esos factores, porque los autócratas ya están aquí, y otros están esperando entre bastidores.

1. Extrema violencia

Su capacidad para la violencia fue el rasgo clave de los dictadores del último siglo; fueron asesinos desde el principio. Antes de acceder al poder, lideraban grupos terroristas contra su propia gente, expulsaban a sus seguidores, y mostraban un odio profundamente arraigado contra varias clases y minorías étnicas.

Según el dictamen de Lenin, el terror legitimaba el estado. Stalin dominaba ese concepto cuando eliminó de la Unión Soviética a los llamados «enemigos del estado», entre los que se contaban miembros del buró político (politburó), las cuotas de detención de inocentes, y toda la clase agrícola. El terror no necesita de razones. Entre seis y nueve millones de personas perdieron la vida durante las purgas de Stalin.

Mussolini organizó el grupo terrorista fascista de Italia Fasci di combattimento después de la Primera Guerra Mundial. Una vez a cargo del país, eliminó a sus camaradas cercanos y hasta a su propio yerno. Arrestó a judíos y envió a miles de ellos a su fin en los campos de concentración nazis de Austria. Hitler, en su amargo manifiesto Mein Kampf, había expuesto su objetivo a largo plazo de «depurar» Alemania (y el mundo) de judíos, marxistas, eslavos y todo grupo que él considerara no ario y/o inferior. De once a doce millones murieron bajo su mano (más de la mitad de ellos, judíos).

Mao Zedong siguió un patrón similar. Al principio, dirigió por miles de kilómetros la larga marcha de 80.000 comunistas. Pero luego, a pesar de la épica travesía compartida, asesinó a colegas y seguidores mientras juntos aterrorizaban las zonas rurales. Solo una fracción de los marchistas sobrevivió para contarlo. En cuanto ascendió al poder en 1949, sus prácticas asesinas se volvieron devastadoras aun a mayor escala. Se estima que para cuando finalizaron sus 27 años de gobierno en China, habían perecido alrededor de cuarentaidós millones y medio de personas en olas de terror, purgas masivas, hambre y brutal sobrecarga de trabajo.

2. El culto a la personalidad

El culto a la personalidad, centrado en el líder, es otro aspecto común a todos los dictadores. En la Unión Soviética, el arte icónico ruso mostraba tanto a Lenin como a Stalin representando a santos y hasta a Cristo, ¡con halo y todo! En Italia, se enseñaba a los niños en edad escolar a reverenciar a Mussolini. Tras la recitación diaria del credo católico romano, se les hacía repetir su «yo creo en Mussolini»; él no podía equivocarse ni jamás ser cuestionado. Mussolini permitió el mito de que él era el regalo de Dios para Italia.

Hitler también fue considerado como bendición divina: el líder salvador que la nación alemana esperaba. Sus seguidores elogiaban su visión mística, comparándolo con Cristo, y caían en una especie de conversión religiosa. Mao era el «Gran Timonel» que conduciría a su pueblo hacia el dominio mundial. Incluso se decía que bastaba con leer El libro rojo del pensamiento del presidente, para curar toda enfermedad.

3. Adopción de la religión con fines egoístas

Estrechamente ligada a todo esto, se halla la elección de la religión con fines políticos. Aunque la federación soviética era atea, Stalin sabía que la religión era un medio poderoso para unir a la gente. Tras la muerte de Lenin, él promocionó al antiguo líder como mesías, embalsamando su cuerpo y colocándolo en permanente exhibición como una especie de reliquia sagrada. Más tarde, Stalin adoptaría la postura de salvador. Durante el apogeo de su gobierno, hasta apareció una pintura que muestra al líder como Jesús en la última cena. Detrás y por encima de su hombro figura —a manera de Juan el Bautista— la imagen de Lenin.

Uno de los primeros actos de Mussolini como Il Duce fue hacer colocar un crucifijo en cada aula. Pero también escribió «el fascismo es una concepción religiosa de la vida… que trasciende a cada individuo y lo eleva al estado de miembro iniciado de una sociedad espiritual». Inicialmente, Hitler forjó un concordato con la iglesia católica romana. Adoptó la terminología cristiana en sus discursos, para dar la impresión de ser una figura semejante a la de Cristo, un hombre destinado. Pero en realidad, él despreciaba el cristianismo; lo consideraba como un sistema de creencias débil. La misericordia y el perdón no tenían lugar en su religión de guerra.

Mao Zedong admiraba mucho a Hong Xiuquan de China, un cristiano del siglo XIX autoproclamado «rey celestial». Mao tenía una impresión favorable del régimen mesiánico de Hong, motivo por el cual —tomándolo como inspiración— lo usó para legitimar el suyo. Con todo, Hong, en su afán de establecer su reino, causó la muerte de veinte millones de personas.

4. Autoimagen grandiosa

Los delirios de grandeza nunca estuvieron lejos de la superficie en las mentes de estos hombres. La convicción de ser el instrumento elegido de Dios, un superhombre o acaso la reencarnación de un autócrata previo dominaba su pensamiento. Stalin se creía el vozhd, el líder y maestro de su pueblo. Mussolini se veía como un nuevo César Augusto, llegado para marcar el comienzo de una nueva civilización romana. Hitler creía que él era el gran líder que volvería a colocar a Alemania en el pináculo del poder después de la humillante derrota de la Primera Guerra Mundial. Y en cuanto a Mao… se dice que se consideraba un dios y la  encarnación de la ley.

«Durante la revolución cultural […], miríadas de retratos de Mao mostraban la imagen del presidente directamente inserta en el centro del sol, fenómeno que claramente emergía como respuesta a la campaña para deificar a Mao».

Yan Shanchun, «Painting Mao» en Art and China’s Revolution por Melissa Chiu y Zheng Shengtian (2008)

5. Con vistas a la dominación mundial

El marxismo-leninismo imaginaba el triunfo final del comunismo como el nuevo orden mundial. Stalin promovía el mismo objetivo. Mussolini estaba decidido a crear una nueva ciudad dentro de Roma, llamada EUR, como modelo para el resto del mundo, poblada por el nuevo hombre y la nueva mujer devotos de los ideales fascistas. La oficina de Hitler en Berlín era desmesuradamente grande, para dar la impresión de que él era el amo del mundo. Su nueva ciudad, Germania, fue diseñada como para convertirla en la capital del nuevo mundo, y su Tercer Reich duraría mil años.

El apetito de Mao por el poder lo abarcaba todo. La función de líder supremo de China era insuficiente; él quería enseñorearse de todo el planeta. A ese efecto dijo: «En mi opinión, es necesario unificar el mundo… En el pasado, muchos —entre ellos los mongoles, los romanos en Occidente, Alejandro el Grande, Napoleón y el imperio británico— quisieron unificar el mundo. Hoy, tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética quieren unificar el mundo. Hitler también quiso unificar el mundo… pero todos fallaron. Me parece que la posibilidad de unificar el mundo no ha desaparecido… En mi opinión, se puede unificar el mundo». Se dice que él creó un comité de unificación de toda la tierra para supervisar la transición mundial hacia el gobierno chino.

Estas cinco características de los totalitaristas son notablemente evidentes en la predicción bíblica referente al autócrata final descrito como «la bestia». Según dicha predicción, este último dictador del mundo gobernará con la ferocidad de un animal salvaje siguiendo la tradición del Imperio Romano de la antigüedad. Se lo describe como una bestia voraz y violenta, con «grandes colmillos de hierro» (véanse Apocalipsis 13:1–4; Daniel 7:7). Se nos dice que otros líderes se someterán voluntariamente a su liderazgo por un breve período, y todas las tribus, lenguas y naciones caerán bajo su dominio (Apocalipsis 17:12–13; 13:7). Su aliado, un gran líder religioso, hará uso de milagros y convencerá a la gente de adorar a esta «bestia» (Apocalipsis 13:11–15). Como otros de sus antecesores, este último dictador se atribuirá divinidad, sentándose como Dios en su templo (2 Tesalonicenses 2:4). Y encabezará un movimiento económico y político de alcance mundial (Apocalipsis 18:11–13).

¿Puede tal cosa suceder? Dada la tendencia actual hacia líderes autócratas, no hay razón para pensar que no. No obstante, a la manera de un famoso comentario a menudo atribuido a Mark Twain, el historiador moderno Timothy Snyder dice: «La historia no se repite, pero instruye».

Viendo ante nosotros los peligros de la tiranía, confiemos en que aceptemos esa instrucción. Cuando semejante dictador final surja, ni usted ni yo habremos de necesitar ignorar su llegada ni participar de su destino.